LUIS ARTIGUE | @luisartigue La novela negra hispánica actualmente se ha especializado y bifurcado (realismo sucio contra realismo limpio)… Sí, oscila entre el hard-boiled contundente, politizado e implicado con el mal sin coartadas morales o políticas que narra (nuestros grandes nombres de esa corriente de noir social comprometido con la prosa de documentalista son a mi juicio Julián Ibáñez, Paco Gómez Escribano, etc), y la novela-enigma más consciente de que la ficción es más exigente que la realidad, y por tanto más clasicista, más buenista quizás en sus finales acabados y su ausencia de violencia explícita, y más alejada –se trata sólo de distancia escénica- del mal glosado (aquí hoy destacan nombres como Marta Sanz, Juan Bolea, etc)… Pero en su especialización, nuestra novela negra se está acercando a los puristas del género, y alejando del lector literario. Quizá por eso últimamente observamos una reacción de parte de los escritores más –a falta de una palabra mejor– literarios. De hecho el lector literario de novela negra –sí, no todo lector de novela negra es purista– está últimamente de enhorabuena. Y esto es así gracias a tres novelas noir recientes con prosa exigente con personalidad reconocible y repleta tanto de hallazgos expresivos como de hipnótico magnetismo: El hijo de las cosas (Galaxia), novela negra irónico-delirante de Luis Mateo Díez, El dios de nuestro siglo (Seix Barral), novela brillante y muy atmosférica a lo Cormac McCarthy cruzado con Valle-Inclán sobre el lado oscuro de las fronteras humanas, de Lorenzo Luengo, y Que nadie duerma (Alfaguara), novela de Juan José Millás psicoanalítica, o irónico-frenopática, de inolvidable protagonista femenina y que versa sobre los límites sutiles, peligrosos y musicales entre la realidad original y el delirio psicotóxico. Vale, los escritores de novelas más literarias se están acercando con exigencia digamos que más académica al género, pero asimismo algunos escritores de novela negra de hoy parecen estar volviendo a las esencias literarias del noir, sí a aquellos autores cuya escritura estaba más allá del talento pues poseían auténtico genio y unas señas de identidad intransferibles: nos referimos a la escritura dura, mordaz, escueta, repleta de clima y aroma masticable de Dashiel Hammett (una prosa impagable con diálogos ingeniosamente sarcásticos de personajes individualistas con principios tan atípicos como irrenunciables que nos recuerdan siempre por qué la literatura ha sido y es para nosotros la droga más preciada), y la prosa tan inteligente como lírica e igualmente atmosférica del inolvidable Raymond Chandler. Novela hammettiana Un magnífico ejemplo es la última novela publicada de Juan Bolea (Zaragoza, 1959) Los viejos seductores siempre mienten (Ed. Alrevés). Se trata de una novela negra con prosa de novela hammettiana escrita en primera persona (narra el inteligente, cosmopolita, culto y justiciero detective protagonista) con trazas de tragicomedia romántica ambientada en Zaragoza, y, sí, escrita con la intencionalidad lingüística y el regusto de las novelas negras devorables y perdurables de Hammett y Chandler: esto es sobre todo así en la parte del argumento que versa sobre el detective Florián Falomir ayudante de la inspectora Martina de Santo, y su investigación en principio banal y alimenticia sobre una misteriosa carta que una gran dama en decadencia encarga que le entreguen a otra (es un caso estúpido que la policía ha rechazado pero que el protagonista acepta por dinero), aunque en realidad todo conduce a una suerte de conectados asesinatos en serie de mujeres… Pero la novela negra americana pionera no es el único componente de Los viejos seductores siempre mienten. Y es que hete aquí que el autor añade a la receta de sus maestros del género una historia de melodramático amor –¡sí, de amor!– entre dos grandes divas de la novela romántica muy ambiciosas, competitivas, misteriosas, intrigantes y amigas del lujo y la lujuria (lo cual es un sacrilegio en la tradición estricta de la novela negra clásica, pues género negro canónico y novela romántica no casan bien, en principio)… Sin embargo sorprende lo magistralmente que este autor sale de tan heterodoxo empeño. Mezcla de géneros He aquí una novela negra aparentemente old fashioned por eso, por su receta convencional con crímenes, víctimas, policías recelosos, investigadores privados amigos de los arranques justicieros al margen de lo establecido legalmente asociados a ayudantes rescatados in extremis de la mala vida, alcoholes fuertes, batallas sexuales nocturnales, misteriosas fotografías en blanco y negro sacadas de sobres de color malva en un despacho de detectives, patólogos forenses y morbo sexual… Pero es una novela negra entreverada con una novela romántica también de receta convencional, a la cual, por si era poco el reto, se le añade una influencia clara de nuestra novela picaresca y del llamado humorismo español (Miquelarela, García Pavón, Gómez de la Serna, sí, humor no de gags puntuales y situaciones sino de mirada completa sobre la realidad): todo narrado con ritmo, intriga, atmósfera, nervio, sentido del espectáculo, buen conocimiento de los vericuetos inopinados del alma humana y, principalmente, con una especial dedicación psicológica no exenta de fascinación para con los personajes femeninos, que son los más trabajados en estas páginas, no sabemos si para compensar la masculinidad humphreybogartiana del protagonista… He aquí una entretenida obra de arte (una sin retrato social evidente ni retrato moral obvio que busca primordialmente al lector de género pero hace guiños al lector literario) sobre el tiempo y su afán devastador de la belleza y la gloria más mundanas, y sobre todo una obra de arte sobre el amor como motor criminal y, por eso, sobre las venganzas aplazadas. He aquí realismo limpio de autor.
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