Juan Bolea es colaborador habitual de la revista española Tiempo. Con periodicidad semanal, la publicación de actualidad pertenece al Grupo Zeta. Está dirigida por Jesús Rivasés. Junto a Juan Bolea, encontramos a otros colaboradores como: José Oneto, Alfonso Guerra, Fernando Savater, Isabel Coixet, Alfonso Ussía, Nativel Preciado o Gregorio Peces-Barba, entre otros.
Os dejamos algunos de sus últimos artículos publicados en Tiempo, a través de su sección 'Visiones'.
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Canetti contra la muerte
Durante toda su vida, Elias Canetti estuvo obsesionado con la muerte. A los siete años vio morir a su padre de un ataque al corazón.
Durante toda su vida, Elias Canetti estuvo obsesionado con la muerte. A los siete años vio morir a su padre de un ataque al corazón. Cuando falleció su madre, consciente de que en la historia del pensamiento “no se había meditado de verdad en un mundo sin muerte”, de que “son las horas en que estamos solos las que definen la diferencia entre la vida y la muerte”, y seguro de que las dos palabras que más había pronunciado en su vida eran muerte y Dios, se propuso tomar apuntes sobre su percepción del fin.
Décadas después, sus cuadernos abarcaban un material ingente. Canetti utilizaría parte en sus dramas y ensayos. En vida, sin embargo, nunca quiso publicar el volumen.
Tras su fallecimiento, a los 89 años, expertos en su legado se conjuraron para expurgar esta zona oscura de su obra, desbrozándola de reiteraciones y elementos autobiográficos. Tras una labor ímproba, felizmente El libro contra la muerte ha llegado hasta nosotros publicado por Galaxia Gutenberg, en edición adaptada por Ignacio Echevarría y traducción de Juan José del Solar.
Su lectura es uno de esos raros regalos en nuestro saturado bosque de palabras. Para orientarnos con miguitas entre la maleza y precisar al máximo sus pensamientos sobre la muerte, la inmortalidad, las religiones, los dioses, las tumbas, los ritos funerarios, los mitos, el crimen, la tragedia o la existencia, Canetti utiliza el aforismo, un tanto en la línea de Schopenhauer o Nietzsche (desconfiando de este último, pues le considera amante del arte de matar). Para Canetti, ni los muertos lo están, ni los vivos lo son en plenitud. Los muertos se alimentan de juicios. Los vivos, de amor; y de vanidad, también, pues “alguno no podrá morir sin haber leído y corregido las necrológicas a él dedicadas”. Entre ambas especies se extiende un puente elevado sobre el pánico. “Los muertos temen a los vivos. Pero estos, que no lo saben, tienen miedo a los muertos”. Para eliminar su distancia y reunirlos, Canetti confiesa que “mi objetivo serio y concreto, la meta declarada y explícita de mi vida es conseguir la inmortalidad para los hombres”.
En su tratado, Canetti reflexiona sobre las religiones, que define como sentimientos de unión con los difuntos. Frente a la cruel muerte de Cristo le impresiona el dulce expirar de Buda, aunque piense que el budismo no dé una respuesta a la muerte; el cristianismo, sí: la resurrección.
Opiniones de otros pensadores nutren los apuntes. Desde la sentencia de Schiller en su lecho de muerte: “La muerte no puede ser un mal, porque es algo general”, hasta la inmunidad de autores absolutos como Proust o Musil, creadores de personajes indestructibles. Goethe, Platón, Pitágoras, Sartre o Buñuel nos acompañan por este reflexivo paseo entre el alma y su ausencia, de la mano de alguien que soñaba y moría en vida para imaginar la muerte.
Caneti contra la muerte
Comenta en: http://www.tiempodehoy.com/cultura/visiones/canetti-contra-la-muerte
Publicado el 21 de noviembre del 2017
Durante toda su vida, Elias Canetti estuvo obsesionado con la muerte. A los siete años vio morir a su padre de un ataque al corazón.
Durante toda su vida, Elias Canetti estuvo obsesionado con la muerte. A los siete años vio morir a su padre de un ataque al corazón. Cuando falleció su madre, consciente de que en la historia del pensamiento “no se había meditado de verdad en un mundo sin muerte”, de que “son las horas en que estamos solos las que definen la diferencia entre la vida y la muerte”, y seguro de que las dos palabras que más había pronunciado en su vida eran muerte y Dios, se propuso tomar apuntes sobre su percepción del fin.
Décadas después, sus cuadernos abarcaban un material ingente. Canetti utilizaría parte en sus dramas y ensayos. En vida, sin embargo, nunca quiso publicar el volumen.
Tras su fallecimiento, a los 89 años, expertos en su legado se conjuraron para expurgar esta zona oscura de su obra, desbrozándola de reiteraciones y elementos autobiográficos. Tras una labor ímproba, felizmente El libro contra la muerte ha llegado hasta nosotros publicado por Galaxia Gutenberg, en edición adaptada por Ignacio Echevarría y traducción de Juan José del Solar.
Su lectura es uno de esos raros regalos en nuestro saturado bosque de palabras. Para orientarnos con miguitas entre la maleza y precisar al máximo sus pensamientos sobre la muerte, la inmortalidad, las religiones, los dioses, las tumbas, los ritos funerarios, los mitos, el crimen, la tragedia o la existencia, Canetti utiliza el aforismo, un tanto en la línea de Schopenhauer o Nietzsche (desconfiando de este último, pues le considera amante del arte de matar). Para Canetti, ni los muertos lo están, ni los vivos lo son en plenitud. Los muertos se alimentan de juicios. Los vivos, de amor; y de vanidad, también, pues “alguno no podrá morir sin haber leído y corregido las necrológicas a él dedicadas”. Entre ambas especies se extiende un puente elevado sobre el pánico. “Los muertos temen a los vivos. Pero estos, que no lo saben, tienen miedo a los muertos”. Para eliminar su distancia y reunirlos, Canetti confiesa que “mi objetivo serio y concreto, la meta declarada y explícita de mi vida es conseguir la inmortalidad para los hombres”.
En su tratado, Canetti reflexiona sobre las religiones, que define como sentimientos de unión con los difuntos. Frente a la cruel muerte de Cristo le impresiona el dulce expirar de Buda, aunque piense que el budismo no dé una respuesta a la muerte; el cristianismo, sí: la resurrección.
Opiniones de otros pensadores nutren los apuntes. Desde la sentencia de Schiller en su lecho de muerte: “La muerte no puede ser un mal, porque es algo general”, hasta la inmunidad de autores absolutos como Proust o Musil, creadores de personajes indestructibles. Goethe, Platón, Pitágoras, Sartre o Buñuel nos acompañan por este reflexivo paseo entre el alma y su ausencia, de la mano de alguien que soñaba y moría en vida para imaginar la muerte.
Caneti contra la muerte
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Publicado el 21 de noviembre del 2017
Siglo XIX: Lucha y pasión
Hay veces en que la lectura de un libro de Historia se transforma en un placer, que ansías volver a sus páginas y lamentas haberlas acabado.
Hay veces en que la lectura de un libro de Historia se transforma en un placer, que ansías volver a sus páginas y lamentas haberlas acabado. Suele suceder con los grandes historiadores clásicos, Mommsen, Gibbon, Michelet, Braudel… y acaba de ocurrirme con Richard J. Evans, regius professor de Cambridge.
Su nuevo trabajo La lucha por el poder. Europa 1815-1914 (Crítica) se lee con una mezcla de gratitud estética y didáctica, legándonos una visión panorámica y, al mismo tiempo, bastante detallada de los grandes fenómenos políticos e ideologías que agitaron el siglo XIX, sustrato de las convulsiones del XX y, aún, todavía hoy cimiento de nuestra vida democrática y contexto institucional.
Todo empezó, desde luego, con la Revolución Francesa. A partir de ahí, como bengalas de un fuego de artificio, sus fogonazos recorrieron el cielo de Europa en forma de iluminaciones, cañonazos, espejismos, luminarias, conspiraciones, conquistas, sangre, mucha sangre, un festín intelectual y una orgía política de luces y sombras como no se había orquestado en el devenir del mundo.
Muy atrás el feudalismo, y combatida burgo por burgo la monarquía teocrática, el XIX europeo enfrentó al hombre a sus propios demonios, necesidades, derechos y pasiones. Surgió la izquierda, el comunismo (el francés Cabet inventaría el término), los falansterios de Fourier se exportaron a América, Saint Simon compartió prisión con Sade, Hegel y Comte pusieron las bases del positivismo y la dinámica de la historia y Marx, finalmente, invitó a pasar a la acción considerando que hasta la fecha los filósofos se habían limitado a interpretar el mundo; “ahora nos toca cambiarlo”. A los profetas de la igualdad y de la revolución (Bakunin: “La pasión por la destrucción es también una pasión creativa”) se unieron heroínas como Flora Tristán, abuela de Paul Gauguin, luchadora extraordinaria por los derechos de la mujer y protagonista de una vida novelesca, que ha inspirado a autores como Vargas Llosa.
El nacionalismo asomó también en el XIX sus lobunas orejas. Evans nos habla de uno de sus fundadores, Giuseppe Mazzini, carbonario, revolucionario, creador de la Joven Italia, inagotable conspirador y padre político de un Garibaldi que se curtiría como soldado en la guerra civil de Uruguay. Junto a otros nacionalistas, irlandeses, polacos, alemanes, combatieron en numerosos frentes la hidra imperial, descuidando sin embargo al pulpo capitalista, cuyos tentáculos se extendieron por las sociedades europeas, fracturándolas en dos clases de difícil acomodación, la burguesía enriquecida y una masa obrera que malvivía en las fábricas y en las minas bajo situaciones de explotación lindantes con la esclavitud, víctimas aparceros y mineros de toda clase de epidemias y hambrunas y con una esperanza de vida en torno a los treinta años. Europa en su sala de máquinas.
Un clásico.
Siglo XIX: Lucha y pasión
Comenta en: http://www.tiempodehoy.com/cultura/visiones/siglo-xix-lucha-y-pasion
Publicado el 24 de octubre del 2017
Hay veces en que la lectura de un libro de Historia se transforma en un placer, que ansías volver a sus páginas y lamentas haberlas acabado.
Hay veces en que la lectura de un libro de Historia se transforma en un placer, que ansías volver a sus páginas y lamentas haberlas acabado. Suele suceder con los grandes historiadores clásicos, Mommsen, Gibbon, Michelet, Braudel… y acaba de ocurrirme con Richard J. Evans, regius professor de Cambridge.
Su nuevo trabajo La lucha por el poder. Europa 1815-1914 (Crítica) se lee con una mezcla de gratitud estética y didáctica, legándonos una visión panorámica y, al mismo tiempo, bastante detallada de los grandes fenómenos políticos e ideologías que agitaron el siglo XIX, sustrato de las convulsiones del XX y, aún, todavía hoy cimiento de nuestra vida democrática y contexto institucional.
Todo empezó, desde luego, con la Revolución Francesa. A partir de ahí, como bengalas de un fuego de artificio, sus fogonazos recorrieron el cielo de Europa en forma de iluminaciones, cañonazos, espejismos, luminarias, conspiraciones, conquistas, sangre, mucha sangre, un festín intelectual y una orgía política de luces y sombras como no se había orquestado en el devenir del mundo.
Muy atrás el feudalismo, y combatida burgo por burgo la monarquía teocrática, el XIX europeo enfrentó al hombre a sus propios demonios, necesidades, derechos y pasiones. Surgió la izquierda, el comunismo (el francés Cabet inventaría el término), los falansterios de Fourier se exportaron a América, Saint Simon compartió prisión con Sade, Hegel y Comte pusieron las bases del positivismo y la dinámica de la historia y Marx, finalmente, invitó a pasar a la acción considerando que hasta la fecha los filósofos se habían limitado a interpretar el mundo; “ahora nos toca cambiarlo”. A los profetas de la igualdad y de la revolución (Bakunin: “La pasión por la destrucción es también una pasión creativa”) se unieron heroínas como Flora Tristán, abuela de Paul Gauguin, luchadora extraordinaria por los derechos de la mujer y protagonista de una vida novelesca, que ha inspirado a autores como Vargas Llosa.
El nacionalismo asomó también en el XIX sus lobunas orejas. Evans nos habla de uno de sus fundadores, Giuseppe Mazzini, carbonario, revolucionario, creador de la Joven Italia, inagotable conspirador y padre político de un Garibaldi que se curtiría como soldado en la guerra civil de Uruguay. Junto a otros nacionalistas, irlandeses, polacos, alemanes, combatieron en numerosos frentes la hidra imperial, descuidando sin embargo al pulpo capitalista, cuyos tentáculos se extendieron por las sociedades europeas, fracturándolas en dos clases de difícil acomodación, la burguesía enriquecida y una masa obrera que malvivía en las fábricas y en las minas bajo situaciones de explotación lindantes con la esclavitud, víctimas aparceros y mineros de toda clase de epidemias y hambrunas y con una esperanza de vida en torno a los treinta años. Europa en su sala de máquinas.
Un clásico.
Siglo XIX: Lucha y pasión
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Publicado el 24 de octubre del 2017
La última zarina
Sellando con sangre real los drásticos cambios políticos y sociales de la Revolución rusa, el trágico destino de la familia Romanov convulsionó Europa en 1918.
Pocas veces hasta entonces la historia se había estremecido con semejante carga de emociones. Los protagonistas y víctimas de la Revolución resultaron tan representativos, antagónicos y dramáticos que desde el primer momento la literatura sintió la tentación de recrear sus destinos.
Es lo que de nuevo hace, caer en la tentación, pero como si fuera la primera vez, Espido Freire, cuya inmersión en el reinado de los últimos zares asombra por su erudición y fidelidad. Llamadme Alejandra (Planeta, premio Azorín 2017), se alza como una excelente novela de cuño histórico y alto valor literario.
Su protagonista, narrando, además, en primera persona, será nada menos que la zarina Alejandra. De nacimiento, la princesa alemana Alix Von Hessen-Darmstadt. Conocería a Nicolás en San Petersburgo, en la boda de su hermana Ella con otro Romanov. El flechazo surgió, seguido de un rápido noviazgo y un enlace matrimonial que convertiría a Alix en emperatriz de todas las Rusias, una de las mujeres más admiradas y envidiadas de la tierra.
Los majestuosos ecos de la novela resuenan en la lujosa soledad de los palacios, en las casas de recreo y en los yates de la nobleza europea. Obsesionada por proporcionar al zar, a Rusia, un heredero varón, Alejandra luchará por no reducir sus funciones, sus misiones, al alumbramiento de sus hijos (hijas, hasta cuatro, una detrás de otra), cultivándose como una mujer de su tiempo. Como Sissi, por ejemplo, a la que conocerá en Austria, siendo ya la emperatriz Elisabeth prisionera de la corte de Francisco José y de sus propias insatisfacciones.
En el caso de Alejandra, el monje Rasputin le ayudará a luchar contra esos y otros demonios, en una relación tan apasionante y misteriosa como magnificada por la leyenda. Rasputín sería asesinado y finalmente también ellos, los Romanov, caerán abatidos a balazos en la casa de Ekaterimburgo donde había sido confinados por orden de Lenin, quien firmó su ejecución. Sus cuerpos fueron enterrados en una tumba anónima en los Urales. A partir de entonces nació la leyenda.
Novela elegante, suntuosa, escrita con precisión y dulzura desde el interior de la corte rusa y de la intimidad del alma de la última zarina, se lee con una mezcla de asombro, por la variedad y riqueza de materiales empleados, y gratitud, por los placenteros efectos que su lectura provoca. La inspiración y el tratamiento de la atmósfera, el vestuario, el mobiliario, las joyas, el protocolo, el paisaje, las escenas de amores y juegos recuerdan al Orlando de Virginia Woolf. Y el retrato psicológico de la zarina Alejandra, a las plumas de un Robert Graves o de un Gore Vidal en el acto de resucitar a sus Julianos y Claudios.
La última zarina
Comenta en: http://www.tiempodehoy.com/cultura/visiones/la-ultima-zarina
Publicado el 26 de septiembre del 2017
Sellando con sangre real los drásticos cambios políticos y sociales de la Revolución rusa, el trágico destino de la familia Romanov convulsionó Europa en 1918.
Pocas veces hasta entonces la historia se había estremecido con semejante carga de emociones. Los protagonistas y víctimas de la Revolución resultaron tan representativos, antagónicos y dramáticos que desde el primer momento la literatura sintió la tentación de recrear sus destinos.
Es lo que de nuevo hace, caer en la tentación, pero como si fuera la primera vez, Espido Freire, cuya inmersión en el reinado de los últimos zares asombra por su erudición y fidelidad. Llamadme Alejandra (Planeta, premio Azorín 2017), se alza como una excelente novela de cuño histórico y alto valor literario.
Su protagonista, narrando, además, en primera persona, será nada menos que la zarina Alejandra. De nacimiento, la princesa alemana Alix Von Hessen-Darmstadt. Conocería a Nicolás en San Petersburgo, en la boda de su hermana Ella con otro Romanov. El flechazo surgió, seguido de un rápido noviazgo y un enlace matrimonial que convertiría a Alix en emperatriz de todas las Rusias, una de las mujeres más admiradas y envidiadas de la tierra.
Los majestuosos ecos de la novela resuenan en la lujosa soledad de los palacios, en las casas de recreo y en los yates de la nobleza europea. Obsesionada por proporcionar al zar, a Rusia, un heredero varón, Alejandra luchará por no reducir sus funciones, sus misiones, al alumbramiento de sus hijos (hijas, hasta cuatro, una detrás de otra), cultivándose como una mujer de su tiempo. Como Sissi, por ejemplo, a la que conocerá en Austria, siendo ya la emperatriz Elisabeth prisionera de la corte de Francisco José y de sus propias insatisfacciones.
En el caso de Alejandra, el monje Rasputin le ayudará a luchar contra esos y otros demonios, en una relación tan apasionante y misteriosa como magnificada por la leyenda. Rasputín sería asesinado y finalmente también ellos, los Romanov, caerán abatidos a balazos en la casa de Ekaterimburgo donde había sido confinados por orden de Lenin, quien firmó su ejecución. Sus cuerpos fueron enterrados en una tumba anónima en los Urales. A partir de entonces nació la leyenda.
Novela elegante, suntuosa, escrita con precisión y dulzura desde el interior de la corte rusa y de la intimidad del alma de la última zarina, se lee con una mezcla de asombro, por la variedad y riqueza de materiales empleados, y gratitud, por los placenteros efectos que su lectura provoca. La inspiración y el tratamiento de la atmósfera, el vestuario, el mobiliario, las joyas, el protocolo, el paisaje, las escenas de amores y juegos recuerdan al Orlando de Virginia Woolf. Y el retrato psicológico de la zarina Alejandra, a las plumas de un Robert Graves o de un Gore Vidal en el acto de resucitar a sus Julianos y Claudios.
La última zarina
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Publicado el 26 de septiembre del 2017
Walpole recuperado
Defausta se ha propuesto la hermosa tarea de rescatar clásicos de la novela policíaca.
Una nueva editorial, Defausta, se ha propuesto la hermosa tarea de rescatar clásicos de la novela policíaca y devoro con apetito sus dos primeras entregas: El otro hombre, de Hugh Walpole, y La cámara diabólica, de Ernest William Hornung.
La mayoría de los lectores no especializados en el género creen que todo giró alrededor de Sherlock Holmes y de Hercules Poirot, de aquellos dos pilares de la novela enigma que ciertamente fueron Arthur Conan Doyle y Agatha Christie, pero entre el rico tránsito del neogótico decimonónico, todavía entre el romanticismo y el naturalismo científico, y el marcado realismo de Dashiell Hammett, una pléyade de autores exploró las fronteras de la intriga policial, creando infinidad de buenas historias y algunos sabuesos originales señeros, que siguen hoy haciendo nuestras lectoras delicias, como Lord Peter Dempsey (Dorothy Sayers), Philo Vance (S.S. Van Dine), J. G. Reeder (Edgar Wallace) o uno de mis preferidos, John Silence, de Algernon Blackwood, el maestro de las sombras...
El otro hombre, de Hugh Walpole, es una novela extraordinaria (y extraordinariamente bien traducida por Susana Prieto Mori). Originalmente publicada en 1942, Walpole se atrevió a dedicársela a la memoria de uno de sus referentes literarios, nada menos que Henry James, tan seguro se sentía de su trama y su traza. Bucea en el interior de un hombre acomplejado, pero afortunado, John Ozias Talbot, obsesionado y cíclicamente sojuzgado por otro, turbulento y audaz, James Oliphant Tunstall. Ambos se conocieron en su época colegial, y en adelante sus vidas continuaron reencontrándose en evolutivos estadios más próximos al dominio y la obediencia, el odio y el amor, que la amistad. Prodigiosamente Walpole nos invita a entrar en la mente de Talbot, donde también habita Tunstall, a las conversaciones entre ambos dentro y fuera de la realidad. Por esa tortuosa vía El otro hombre, sin polillas, sin nostalgias, con un notable interés psicoanalítico y sin sombra de vintage, se eleva a una tensión psicológica heredera del Dostoievski de Crimen y castigo, que a su vez heredaría Patricia Highsmith.
Y luego tenemos también en Defausta La cámara diabólica, de Ernest William Hornung. Otro autor británico, como Walpole, que en su día obtuvo el éxito y el reconocimiento gracias a las aventuras de su detective A. J. Raffles, y a la ayuda editorial y personal de Conan Doyle, con cuya hermana Constance se había casado. William Hornung y Conan Doyle tuvieron sus más y sus menos (Raffles y su ayudante Bunny Manders se parecían demasiado a Sherlock y al doctor Watson), pero lo cierto es que Hornung sacó adelante su serie detectivesca y cultivó el género con talento, aproximándolo en cuanto podía, como en La cámara diabólica, a los territorios de lo sobrenatural y el terror.
Para disfrutar del género negro.
Walpole recuperado
Comenta en: http://www.tiempodehoy.com/cultura/visiones/walpole-recuperado
Publicado el 8 de agosto del 2017
Defausta se ha propuesto la hermosa tarea de rescatar clásicos de la novela policíaca.
Una nueva editorial, Defausta, se ha propuesto la hermosa tarea de rescatar clásicos de la novela policíaca y devoro con apetito sus dos primeras entregas: El otro hombre, de Hugh Walpole, y La cámara diabólica, de Ernest William Hornung.
La mayoría de los lectores no especializados en el género creen que todo giró alrededor de Sherlock Holmes y de Hercules Poirot, de aquellos dos pilares de la novela enigma que ciertamente fueron Arthur Conan Doyle y Agatha Christie, pero entre el rico tránsito del neogótico decimonónico, todavía entre el romanticismo y el naturalismo científico, y el marcado realismo de Dashiell Hammett, una pléyade de autores exploró las fronteras de la intriga policial, creando infinidad de buenas historias y algunos sabuesos originales señeros, que siguen hoy haciendo nuestras lectoras delicias, como Lord Peter Dempsey (Dorothy Sayers), Philo Vance (S.S. Van Dine), J. G. Reeder (Edgar Wallace) o uno de mis preferidos, John Silence, de Algernon Blackwood, el maestro de las sombras...
El otro hombre, de Hugh Walpole, es una novela extraordinaria (y extraordinariamente bien traducida por Susana Prieto Mori). Originalmente publicada en 1942, Walpole se atrevió a dedicársela a la memoria de uno de sus referentes literarios, nada menos que Henry James, tan seguro se sentía de su trama y su traza. Bucea en el interior de un hombre acomplejado, pero afortunado, John Ozias Talbot, obsesionado y cíclicamente sojuzgado por otro, turbulento y audaz, James Oliphant Tunstall. Ambos se conocieron en su época colegial, y en adelante sus vidas continuaron reencontrándose en evolutivos estadios más próximos al dominio y la obediencia, el odio y el amor, que la amistad. Prodigiosamente Walpole nos invita a entrar en la mente de Talbot, donde también habita Tunstall, a las conversaciones entre ambos dentro y fuera de la realidad. Por esa tortuosa vía El otro hombre, sin polillas, sin nostalgias, con un notable interés psicoanalítico y sin sombra de vintage, se eleva a una tensión psicológica heredera del Dostoievski de Crimen y castigo, que a su vez heredaría Patricia Highsmith.
Y luego tenemos también en Defausta La cámara diabólica, de Ernest William Hornung. Otro autor británico, como Walpole, que en su día obtuvo el éxito y el reconocimiento gracias a las aventuras de su detective A. J. Raffles, y a la ayuda editorial y personal de Conan Doyle, con cuya hermana Constance se había casado. William Hornung y Conan Doyle tuvieron sus más y sus menos (Raffles y su ayudante Bunny Manders se parecían demasiado a Sherlock y al doctor Watson), pero lo cierto es que Hornung sacó adelante su serie detectivesca y cultivó el género con talento, aproximándolo en cuanto podía, como en La cámara diabólica, a los territorios de lo sobrenatural y el terror.
Para disfrutar del género negro.
Walpole recuperado
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Publicado el 8 de agosto del 2017
El joven Nietzsche
"En los textos de Nietzsche casi siempre hay algo conmovedor, que tal vez, no sé, tenga que ver con su lucidez, desmesura, indefensión o arrogancia".
En los textos de Nietzsche casi siempre hay algo conmovedor, que tal vez, no sé, tenga que ver con su lucidez, desmesura, indefensión o arrogancia. Pero de una manera mucho más inocente aún que su utópico superhombre me han conmovido las primeras y un tanto tópicas páginas que escribió, sus tempranos diarios, pensamientos y poemas recogidos por el sello Valdemar (con prólogo, traducción y notas de Luis Fernando Moreno) en el volumen titulado De mi vida. Escritos autobiográficos de juventud (1856-1869), que acaba de reeditarse, debido a su interés.
“Nací en Röcken, junto a Lützen, el 15 de octubre de 1844, y en santo bautismo recibí el nombre de Fiedrich Wilhem. Mi padre era predicador de este lugar, y también de los pueblos vecinos de Michlitz y Bothfeld. ¡El modelo perfecto de un clérigo rural!”. De este modo, con el filtro de una prosa ingenua y limpia fluían los sentimientos humanos y divinos de un jovencísimo Nietzsche, un niño, prácticamente, muy distante aún de la iluminación de filosofía salvaje que alumbraría su senda hasta Zaratustra o Ecce Homo. Su precoz e inspirada sensibilidad podría estar aún, a la manera de Daudet, reflejando el humanitario corazón de un Dickens.
En la realidad, los elementos melodramáticos abonarían muy prematuramente la vida de Fiedrich. Cuando solo contaba cuatro años, una dolencia cerebral obligaba a su padre a abandonar este mundo. El futuro filósofo echó mucho en falta al pastor sobrio y serio que fue su digno progenitor, sin que nos sea posible elucidar si pensó en él cuando en sus escritos de madurez arremetería contra la casta religiosa, contra los sacerdotes adoradores del Crucificado, bajo cuyo leñoso símbolo acabaría prendiendo la hoguera de sus ideas.
La muerte del padre lo marcó tan freudianamente que Fiedrich tuvo un monstruoso sueño: el pastor salía de la tumba envuelto en su mortaja, raptaba a su hijo menor, al pequeño Joseph, hermano de Fiedrich, y se lo llevaba al sepulcro. Trágica premonición: al día siguiente, su hermanito Joseph fallecería de un síncope, dejándole a solas en la vida con su hermana Lisbeth y su madre, quienes le acompañarían el resto de su existencia en su triple función de parientes, enfermeras y censoras.
Tras la infancia en Naumburg vendrían la rígida escuela de Pforta y la exquisita Universidad de Leipzig, dos centros de formación que vieron pasar al Nietzsche estudiante y artillero, buen nadador, mejor alemán, poeta a ratos y frecuentador de cafés y de la música de Wagner, al filólogo, especialista en Teognis de Megara, Esquilo y tantos otros autores clásicos, y al extraordinario escritor, émulo de Emerson y Schopenhauer, cuyos ensayos le influyeron decisivamente, tanto como su básico y juvenil amor hacia Goethe y Schiller.
Un testimonio autobiográfico imprescindible para conocer mejor a quienes muchos siguen llamando Anticristo.
El joven Nietzsche
Comenta en: http://www.tiempodehoy.com/cultura/visiones/el-joven-nietzsche
Publicado el 11 de julio del 2017
"En los textos de Nietzsche casi siempre hay algo conmovedor, que tal vez, no sé, tenga que ver con su lucidez, desmesura, indefensión o arrogancia".
En los textos de Nietzsche casi siempre hay algo conmovedor, que tal vez, no sé, tenga que ver con su lucidez, desmesura, indefensión o arrogancia. Pero de una manera mucho más inocente aún que su utópico superhombre me han conmovido las primeras y un tanto tópicas páginas que escribió, sus tempranos diarios, pensamientos y poemas recogidos por el sello Valdemar (con prólogo, traducción y notas de Luis Fernando Moreno) en el volumen titulado De mi vida. Escritos autobiográficos de juventud (1856-1869), que acaba de reeditarse, debido a su interés.
“Nací en Röcken, junto a Lützen, el 15 de octubre de 1844, y en santo bautismo recibí el nombre de Fiedrich Wilhem. Mi padre era predicador de este lugar, y también de los pueblos vecinos de Michlitz y Bothfeld. ¡El modelo perfecto de un clérigo rural!”. De este modo, con el filtro de una prosa ingenua y limpia fluían los sentimientos humanos y divinos de un jovencísimo Nietzsche, un niño, prácticamente, muy distante aún de la iluminación de filosofía salvaje que alumbraría su senda hasta Zaratustra o Ecce Homo. Su precoz e inspirada sensibilidad podría estar aún, a la manera de Daudet, reflejando el humanitario corazón de un Dickens.
En la realidad, los elementos melodramáticos abonarían muy prematuramente la vida de Fiedrich. Cuando solo contaba cuatro años, una dolencia cerebral obligaba a su padre a abandonar este mundo. El futuro filósofo echó mucho en falta al pastor sobrio y serio que fue su digno progenitor, sin que nos sea posible elucidar si pensó en él cuando en sus escritos de madurez arremetería contra la casta religiosa, contra los sacerdotes adoradores del Crucificado, bajo cuyo leñoso símbolo acabaría prendiendo la hoguera de sus ideas.
La muerte del padre lo marcó tan freudianamente que Fiedrich tuvo un monstruoso sueño: el pastor salía de la tumba envuelto en su mortaja, raptaba a su hijo menor, al pequeño Joseph, hermano de Fiedrich, y se lo llevaba al sepulcro. Trágica premonición: al día siguiente, su hermanito Joseph fallecería de un síncope, dejándole a solas en la vida con su hermana Lisbeth y su madre, quienes le acompañarían el resto de su existencia en su triple función de parientes, enfermeras y censoras.
Tras la infancia en Naumburg vendrían la rígida escuela de Pforta y la exquisita Universidad de Leipzig, dos centros de formación que vieron pasar al Nietzsche estudiante y artillero, buen nadador, mejor alemán, poeta a ratos y frecuentador de cafés y de la música de Wagner, al filólogo, especialista en Teognis de Megara, Esquilo y tantos otros autores clásicos, y al extraordinario escritor, émulo de Emerson y Schopenhauer, cuyos ensayos le influyeron decisivamente, tanto como su básico y juvenil amor hacia Goethe y Schiller.
Un testimonio autobiográfico imprescindible para conocer mejor a quienes muchos siguen llamando Anticristo.
El joven Nietzsche
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Publicado el 11 de julio del 2017
Centroamérica Cuenta
"Si en Costa Rica te reciben con pura vida, yendo a Nicaragua debes leer la pura literatura de Mil y una muertes, de Sergio Ramírez".
Hay discusión en torno a si este, Castigo divino o Adiós, muchachos es su mejor libro. Mejor quedarse con todos. En el epicentro de la ficción, Ramírez ha inventado Centroamérica cuenta, un festival donde los sueños se despiertan entre espadones de Toledo y fusiles sandinistas, semillas de marañón y los tiburones de agua dulce del lago Cocibolca.
Envuelto en la mágica prosa de Ramírez recorro el país asomándome con Claudia Neira a la Granada colonial, escoltada por volcanes y campanarios, a sus enjalbegados patios y al alegre andar de indios, mulatos, mestizos de aire misquito y mirada felina, sentados en escalinatas de templos donde rezó Pedrarias, sepultada su terrible memoria bajo la estatua del indio en el viejo León.
De la antigua capital asolada por el Momotombo visito las pocas piedras que quedan con Arquímedes González, discípulo de Sergio y escritor de raza. En esa jungla no hace calor, 35º, es otra cosa, el sofoco de una humedad que mecharía las cabelleras de las damas de Valladolid con lágrimas de yuca y mango y hasta reblandecería el cuero de la caja de las tres llaves donde se guardaba el oro. En medio de un diluvio almorzamos bajo las desteñidas fotografías de los cuatro vates de León: Salomón de la Selva, Azarías H. Pallais, Alfonso Cortez y, por supuesto, Rubén Darío. La tumba de Rubén descansa en la catedral de León. Su empalagoso túmulo tiene algo de inocente, como un pastel de cumpleaños. No inspira grandilocuencia ni lástima, sino la necesidad de releer sus versos.
Sergio Ramírez persiguió la sombra de Darío en Mil y una muertes a través de las fotos de Castellón, un artista del daguerrotipo, otro de esos fantasmas caribeños, nicaragüenses, que aparecían o desaparecían como Gómez Carrillo, como el propio Rubén cuando a su vez perseguía la sombra de Chopin y de George Sand en la cartuja de Valldemosa, como el propio Ramírez cuando rastreaba la momificada sombra de Turguéniev en su dacha de París, su eslavo cuerpo de blancas barbas embalsamado como un héroe de la antigüedad.
Otra ensayista, historiadora del cine nicaragüense y discípula de Sergio, Karly Gaitán, me lleva al Sur para ver Costa Rica, pura vida, muy a lo lejos el Darién, la pura muerte de Pedrarias, y me habla de las regiones autónomas, del alma de los volcanes, tan roja como la lava del activo Masaya, del puerto de Bluefields, de una variedad de piraña que inocula rabia, de poetas orales y consejos de ancianos que rezan al dios de la tribu rama. Añorando el Caribe hundo los pies en un Pacífico donde los nicas se bañan vestidos, por vergüenza de mostrar sus cuerpos, pero comen medio desnudos pescado frito a la tipitapa, que sabe a coco...
¿Realismo, realismo mágico? Pura vida y mil y una muertes.
Centroamérica Cuenta
Comenta en: http://www.tiempodehoy.com/cultura/visiones/centroamerica-cuenta
Publicado el 13 de junio del 2017
"Si en Costa Rica te reciben con pura vida, yendo a Nicaragua debes leer la pura literatura de Mil y una muertes, de Sergio Ramírez".
Hay discusión en torno a si este, Castigo divino o Adiós, muchachos es su mejor libro. Mejor quedarse con todos. En el epicentro de la ficción, Ramírez ha inventado Centroamérica cuenta, un festival donde los sueños se despiertan entre espadones de Toledo y fusiles sandinistas, semillas de marañón y los tiburones de agua dulce del lago Cocibolca.
Envuelto en la mágica prosa de Ramírez recorro el país asomándome con Claudia Neira a la Granada colonial, escoltada por volcanes y campanarios, a sus enjalbegados patios y al alegre andar de indios, mulatos, mestizos de aire misquito y mirada felina, sentados en escalinatas de templos donde rezó Pedrarias, sepultada su terrible memoria bajo la estatua del indio en el viejo León.
De la antigua capital asolada por el Momotombo visito las pocas piedras que quedan con Arquímedes González, discípulo de Sergio y escritor de raza. En esa jungla no hace calor, 35º, es otra cosa, el sofoco de una humedad que mecharía las cabelleras de las damas de Valladolid con lágrimas de yuca y mango y hasta reblandecería el cuero de la caja de las tres llaves donde se guardaba el oro. En medio de un diluvio almorzamos bajo las desteñidas fotografías de los cuatro vates de León: Salomón de la Selva, Azarías H. Pallais, Alfonso Cortez y, por supuesto, Rubén Darío. La tumba de Rubén descansa en la catedral de León. Su empalagoso túmulo tiene algo de inocente, como un pastel de cumpleaños. No inspira grandilocuencia ni lástima, sino la necesidad de releer sus versos.
Sergio Ramírez persiguió la sombra de Darío en Mil y una muertes a través de las fotos de Castellón, un artista del daguerrotipo, otro de esos fantasmas caribeños, nicaragüenses, que aparecían o desaparecían como Gómez Carrillo, como el propio Rubén cuando a su vez perseguía la sombra de Chopin y de George Sand en la cartuja de Valldemosa, como el propio Ramírez cuando rastreaba la momificada sombra de Turguéniev en su dacha de París, su eslavo cuerpo de blancas barbas embalsamado como un héroe de la antigüedad.
Otra ensayista, historiadora del cine nicaragüense y discípula de Sergio, Karly Gaitán, me lleva al Sur para ver Costa Rica, pura vida, muy a lo lejos el Darién, la pura muerte de Pedrarias, y me habla de las regiones autónomas, del alma de los volcanes, tan roja como la lava del activo Masaya, del puerto de Bluefields, de una variedad de piraña que inocula rabia, de poetas orales y consejos de ancianos que rezan al dios de la tribu rama. Añorando el Caribe hundo los pies en un Pacífico donde los nicas se bañan vestidos, por vergüenza de mostrar sus cuerpos, pero comen medio desnudos pescado frito a la tipitapa, que sabe a coco...
¿Realismo, realismo mágico? Pura vida y mil y una muertes.
Centroamérica Cuenta
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Publicado el 13 de junio del 2017
Lorca en Nueva York
La ciudad iba captando el espíritu del poeta, y Federico, el alma de Nueva York.
La nueva edición de Poeta en Nueva York de Federico García Lorca que acaba de lanzar la editorial Reino de Cordelia, ofrece al lector, al menos, dos adicionales atractivos a sus geniales poemas: las ilustraciones de Fernando Vicente y la reproducción de las cartas que Lorca escribió a sus padres desde su habitación en la Universidad de Columbia, donde residió nueve meses.
Era la primera vez que Federico salía de España. El 28 de junio de 1929, tras ver la estatua de La Libertad, su carta a Granada reflejaba emoción: “Aquí me tenéis en New York... Yo estoy contentísimo, saboreando alegría... La llegada a esta ciudad anonada pero no asusta... París y Londres son dos pueblecitos si se les compara con esta Babilonia trepidante y enloquecedora”.
Meses después, en septiembre, ya aclimatado, epistolarmente reportaba: “Queridísimos padres: he hecho mi veraneo. Después de dejar a Cummings, me fui con Ángel del Río y allí estuve unos días deliciosos. Por las mañanas estudiaba inglés y por las tardes trabajaba... Con estos buenos amigos lo he pasado muy bien. Ellos son mi familia aquí. La mujer de Ángel me cose, me arregla las corbatas, todo...”.
La ciudad iba captando el espíritu del poeta, y Federico, el alma de Nueva York. Inspirado, versificaría: “Los primeros que salen comprenden con sus huesos / que no habrá paraíso ni amores deshojados; / saben que van al cieno de números y leyes, / a los juegos sin arte, a sudores sin fruto”. Versos de “La aurora” que no son ya los de El Romancero gitano. Atrás quedaron Góngora y la copla, los nardos y los gitanos, las enlutadas mujeres del Sur. Las vanguardias u otro Federico habían borrado todo resto de tradición, de la misma manera que Nueva York seguía creciendo no como una flor nueva, sino como una flecha de acero.
Hay algo frío y metálico, oscuro y druídico en Poeta en Nueva York. Los símbolos sustituyen a las navajas, el humo al perfume, el dolor al fuego, y en vez de guardias civiles presentimos espíritus rondando la lucidez de un poeta ensimismado, aunque buscara la música, la fiesta. 14 de julio: “Visité el barrio negro, donde vi cosas sorprendentes... Los negros cantaron y danzaron, ¡qué maravilla de cantos! Solo se puede comparar con ellos el cante jondo... Yo me senté en el piano y también canté...”. De aquella experiencia en Harlem surgió “Norma y paraíso de los negros”: “Aman el azul desierto, / las vacilantes expresiones bovinas, / la mentirosa luz de los polos, / la danza curva del agua en la orilla”. Otro día, Federico oyó que el mundo se venía abajo y corrió a Wall Street, al crack. “Estuve más de siete horas entre la muchedumbre en los momentos del gran pánico financiero. No me podía retirar de allí. Los hombres gritaban y discutían como fieras y las mujeres lloraban”.
Lorca en la cima del mundo. Genio y catarsis.
Lorca en Nueva York
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Publicado el 18 de mayo del 2017
La ciudad iba captando el espíritu del poeta, y Federico, el alma de Nueva York.
La nueva edición de Poeta en Nueva York de Federico García Lorca que acaba de lanzar la editorial Reino de Cordelia, ofrece al lector, al menos, dos adicionales atractivos a sus geniales poemas: las ilustraciones de Fernando Vicente y la reproducción de las cartas que Lorca escribió a sus padres desde su habitación en la Universidad de Columbia, donde residió nueve meses.
Era la primera vez que Federico salía de España. El 28 de junio de 1929, tras ver la estatua de La Libertad, su carta a Granada reflejaba emoción: “Aquí me tenéis en New York... Yo estoy contentísimo, saboreando alegría... La llegada a esta ciudad anonada pero no asusta... París y Londres son dos pueblecitos si se les compara con esta Babilonia trepidante y enloquecedora”.
Meses después, en septiembre, ya aclimatado, epistolarmente reportaba: “Queridísimos padres: he hecho mi veraneo. Después de dejar a Cummings, me fui con Ángel del Río y allí estuve unos días deliciosos. Por las mañanas estudiaba inglés y por las tardes trabajaba... Con estos buenos amigos lo he pasado muy bien. Ellos son mi familia aquí. La mujer de Ángel me cose, me arregla las corbatas, todo...”.
La ciudad iba captando el espíritu del poeta, y Federico, el alma de Nueva York. Inspirado, versificaría: “Los primeros que salen comprenden con sus huesos / que no habrá paraíso ni amores deshojados; / saben que van al cieno de números y leyes, / a los juegos sin arte, a sudores sin fruto”. Versos de “La aurora” que no son ya los de El Romancero gitano. Atrás quedaron Góngora y la copla, los nardos y los gitanos, las enlutadas mujeres del Sur. Las vanguardias u otro Federico habían borrado todo resto de tradición, de la misma manera que Nueva York seguía creciendo no como una flor nueva, sino como una flecha de acero.
Hay algo frío y metálico, oscuro y druídico en Poeta en Nueva York. Los símbolos sustituyen a las navajas, el humo al perfume, el dolor al fuego, y en vez de guardias civiles presentimos espíritus rondando la lucidez de un poeta ensimismado, aunque buscara la música, la fiesta. 14 de julio: “Visité el barrio negro, donde vi cosas sorprendentes... Los negros cantaron y danzaron, ¡qué maravilla de cantos! Solo se puede comparar con ellos el cante jondo... Yo me senté en el piano y también canté...”. De aquella experiencia en Harlem surgió “Norma y paraíso de los negros”: “Aman el azul desierto, / las vacilantes expresiones bovinas, / la mentirosa luz de los polos, / la danza curva del agua en la orilla”. Otro día, Federico oyó que el mundo se venía abajo y corrió a Wall Street, al crack. “Estuve más de siete horas entre la muchedumbre en los momentos del gran pánico financiero. No me podía retirar de allí. Los hombres gritaban y discutían como fieras y las mujeres lloraban”.
Lorca en la cima del mundo. Genio y catarsis.
Lorca en Nueva York
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Publicado el 18 de mayo del 2017
El abogado de pobres
Pedro de Alemán protagonizará las novelas de Cosano con miras de héroe.
El primer detective español, sin olvidar a Selva, de Carmen Pardo Bazán, no fue Carvalho, de Francisco Vázquez Montalbán, como tanta gente erróneamente cree, sino Tomás González, alias Plinio, el guardia municipal de Tomelloso inspirado por la pluma de Francisco García Pavón.
Plinio, contenido y severo, muy castellano (sin sombra del detective anglosajón o norteamericano, hegemónico en el género negro) debutó en los años sesenta con novelas como Los carros o Un día de lluvia (reeditadas por Reino de Cordelia). Con El reinado de Witiza y Las hermanas Coloradas mereció los premios de la Crítica y Nadal, pero, por desgracia, Pavón es hoy un autor bastante olvidado, a recuperar, estando la España que pinta vigente en sus tipos, conflictos y crímenes.
A los amantes de la novela negra nada nos hubiera gustado más que la lista de nuestros sabuesos se remontara hasta épocas de Sherlock Holmes (Conan Doyle) o Auguste Dupin (Edgar A. Poe), y quizá por esa ausencia de raíces y nostalgia de precuelas, y por la inteligencia, encanto y sagacidad del personaje, muchos le estamos cogiendo ley a Pedro de Alemán y Camacho, el detective creado por el abogado jerezano Juan Pedro Cosano.
Pedro de Alemán, de oficio abogado de pobres, reside en un Jerez de la Frontera ambientado por Cosano hacia la mitad del siglo XVIII. Un reinado, el de Fernando VI de Borbón, poco saboreado aún por los lectores de ficción. En ese Jerez de la plata de Indias, frente a los poderosos tribunales de la época, magistrados, corregidores, gobernadores, Pedro de Alemán defiende casos y causas perdidas, prostitutas, matasietes, asesinos sin otro horizonte que el patíbulo. Pero el abogado de pobres cree en lo que hace, avala a sus clientes hasta presuponer su inocencia, representando, sobre todo, en la defensa de la defensa, origen de la abogacía penal. Por eso, y por su carácter vivo, contradictorio y humano, Pedro de Alemán protagonizará las novelas de Cosano con altura y miras de héroe. Detective de época, sí, pero contemporáneo.
Las monedas de los 24, último caso, por ahora, de Pedro de Alemán, nos sumerge en un Jerez sensual, cálido hasta lo tórrido, pero también protocolario y formal, antiguo y sabio, civil y sacro. Un mundo cerrado, fascinante y complejo en una paradójica España de orden político y desorden carnal, de reclinatorio y enagua, señora y querida, pisaverde y bastardo.
Punto fuerte de Las monedas de los 24, híbrido de relato histórico y policíaco, con el encanto de las grandes novelas, es la maravillosa recreación del Jerez ilustrado, sus iglesias y palacios, sus ambientes populares de guitarras, romances y tabernas, la combinación del habla cotidiana con los giros más cultos de presbíteros o de los ricos caballeros de ese clan secreto de los 24. Un hallazgo.
El abogado de pobres
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Publicado el 20 de abril del 2017
Pedro de Alemán protagonizará las novelas de Cosano con miras de héroe.
El primer detective español, sin olvidar a Selva, de Carmen Pardo Bazán, no fue Carvalho, de Francisco Vázquez Montalbán, como tanta gente erróneamente cree, sino Tomás González, alias Plinio, el guardia municipal de Tomelloso inspirado por la pluma de Francisco García Pavón.
Plinio, contenido y severo, muy castellano (sin sombra del detective anglosajón o norteamericano, hegemónico en el género negro) debutó en los años sesenta con novelas como Los carros o Un día de lluvia (reeditadas por Reino de Cordelia). Con El reinado de Witiza y Las hermanas Coloradas mereció los premios de la Crítica y Nadal, pero, por desgracia, Pavón es hoy un autor bastante olvidado, a recuperar, estando la España que pinta vigente en sus tipos, conflictos y crímenes.
A los amantes de la novela negra nada nos hubiera gustado más que la lista de nuestros sabuesos se remontara hasta épocas de Sherlock Holmes (Conan Doyle) o Auguste Dupin (Edgar A. Poe), y quizá por esa ausencia de raíces y nostalgia de precuelas, y por la inteligencia, encanto y sagacidad del personaje, muchos le estamos cogiendo ley a Pedro de Alemán y Camacho, el detective creado por el abogado jerezano Juan Pedro Cosano.
Pedro de Alemán, de oficio abogado de pobres, reside en un Jerez de la Frontera ambientado por Cosano hacia la mitad del siglo XVIII. Un reinado, el de Fernando VI de Borbón, poco saboreado aún por los lectores de ficción. En ese Jerez de la plata de Indias, frente a los poderosos tribunales de la época, magistrados, corregidores, gobernadores, Pedro de Alemán defiende casos y causas perdidas, prostitutas, matasietes, asesinos sin otro horizonte que el patíbulo. Pero el abogado de pobres cree en lo que hace, avala a sus clientes hasta presuponer su inocencia, representando, sobre todo, en la defensa de la defensa, origen de la abogacía penal. Por eso, y por su carácter vivo, contradictorio y humano, Pedro de Alemán protagonizará las novelas de Cosano con altura y miras de héroe. Detective de época, sí, pero contemporáneo.
Las monedas de los 24, último caso, por ahora, de Pedro de Alemán, nos sumerge en un Jerez sensual, cálido hasta lo tórrido, pero también protocolario y formal, antiguo y sabio, civil y sacro. Un mundo cerrado, fascinante y complejo en una paradójica España de orden político y desorden carnal, de reclinatorio y enagua, señora y querida, pisaverde y bastardo.
Punto fuerte de Las monedas de los 24, híbrido de relato histórico y policíaco, con el encanto de las grandes novelas, es la maravillosa recreación del Jerez ilustrado, sus iglesias y palacios, sus ambientes populares de guitarras, romances y tabernas, la combinación del habla cotidiana con los giros más cultos de presbíteros o de los ricos caballeros de ese clan secreto de los 24. Un hallazgo.
El abogado de pobres
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Publicado el 20 de abril del 2017
Romántico
Los románticos alemanes exploraron una síntesis entre poesía y filosofía. Justamente cuando los franceses abandonaban la poesía de su naturaleza revolucionaria, aquellos maravillosos poetas alemanes, abuelos de Verlaine y de Walt Whitman, salieron al camino para descubrir el mundo y su lenguaje secreto.
Ninguno, ni Hölderlin ni Heine, sabían al partir si les acompañarían los mitos y la poesía de los antiguos, Tristán e Isolda, Wotan y Sigfrido, o los más recientes y calderonianos personajes (Calderón, traducido por Friedrich Schlegel, fue una referencia en el nacimiento del romanticismo alemán), los príncipes Segismundo y Constante. Tampoco conocían, según intuición de Brentano (“Si digo que amo a Shakespeare, a Goethe, que adoro las viejas historias...”) la procedencia de las cosas benignas, e ignoraban también si Cristo, logos de Dios, les invitaría a revivir la pasión del hombre o a buscar otro destino a sus palabras, a su propia naturaleza como intérpretes de su hermético concepto de lo absoluto... El hecho fue que exploraron una síntesis entre poesía y filosofía; esto es, en busca de Alemania.
Pero no eran iguales, ni siquiera parecidos. Tieck, los hermanos Schlegel o Schelling (que también componía poesía bajo el seudónimo de Bonaventura) no descubrirían los mismos ecos e intuiciones en los clásicos, en el círculo de Jena, en París o en los bosques de Berlín. Su proteica variedad y contradicciones se reflejan en Floreced mientras. Poesía del romanticismo alemán, edición bilingüe de Juan Andrés García Román para Galaxia Gutemberg, con una apropiada selección de autores y poemas.
Entre finales del XVIII y principios del XIX, los románticos alemanes sí coincidirían, como principal descubrimiento, no tanto en la lírica de la naturaleza como en la existencia real de un pueblo alemán que les aclamó como a sus nuevos sacerdotes y héroes. García Román: “Fueron los trovadores de la nueva Alemania, organilleros y músicos callejeros, tal y como aparecen en tantos poemas
de Wilhem Müller o Echendorff”.
Con excepción de algunos casos, como el de Karoline Von Günderrode, que se suicidaría en el Rin cuando su amante, un hombre casado, se negó a divorciarse, los poetas románticos del pueblo, Arnim, Kerner, cantaron a la alegría de vivir, a la música y al amor. Poco a poco, sin embargo, fueron sobrecargándose de un nacionalismo y de un tradicionalismo que más adelante traería sus consecuencias, pero que ante sus contemporáneos les hizo identificables, consustanciales, y a sus poemas, fáciles de recitar, musicar, cantar e incorporar como paganos himnos a las celebraciones familiares o al calendario festivo, porque el yo de los poetas no estaba presente en los versos y su idealismo se basaba en elementos inconcretos derivados del panteón de la belleza o del sueño reunificador de la nación alemana.
Un festín lírico, filosófico y político.
Romántico
Comenta en: http://www.tiempodehoy.com/cultura/visiones/romantico
Publicado el 16 de marzo del 2017
Los románticos alemanes exploraron una síntesis entre poesía y filosofía. Justamente cuando los franceses abandonaban la poesía de su naturaleza revolucionaria, aquellos maravillosos poetas alemanes, abuelos de Verlaine y de Walt Whitman, salieron al camino para descubrir el mundo y su lenguaje secreto.
Ninguno, ni Hölderlin ni Heine, sabían al partir si les acompañarían los mitos y la poesía de los antiguos, Tristán e Isolda, Wotan y Sigfrido, o los más recientes y calderonianos personajes (Calderón, traducido por Friedrich Schlegel, fue una referencia en el nacimiento del romanticismo alemán), los príncipes Segismundo y Constante. Tampoco conocían, según intuición de Brentano (“Si digo que amo a Shakespeare, a Goethe, que adoro las viejas historias...”) la procedencia de las cosas benignas, e ignoraban también si Cristo, logos de Dios, les invitaría a revivir la pasión del hombre o a buscar otro destino a sus palabras, a su propia naturaleza como intérpretes de su hermético concepto de lo absoluto... El hecho fue que exploraron una síntesis entre poesía y filosofía; esto es, en busca de Alemania.
Pero no eran iguales, ni siquiera parecidos. Tieck, los hermanos Schlegel o Schelling (que también componía poesía bajo el seudónimo de Bonaventura) no descubrirían los mismos ecos e intuiciones en los clásicos, en el círculo de Jena, en París o en los bosques de Berlín. Su proteica variedad y contradicciones se reflejan en Floreced mientras. Poesía del romanticismo alemán, edición bilingüe de Juan Andrés García Román para Galaxia Gutemberg, con una apropiada selección de autores y poemas.
Entre finales del XVIII y principios del XIX, los románticos alemanes sí coincidirían, como principal descubrimiento, no tanto en la lírica de la naturaleza como en la existencia real de un pueblo alemán que les aclamó como a sus nuevos sacerdotes y héroes. García Román: “Fueron los trovadores de la nueva Alemania, organilleros y músicos callejeros, tal y como aparecen en tantos poemas
de Wilhem Müller o Echendorff”.
Con excepción de algunos casos, como el de Karoline Von Günderrode, que se suicidaría en el Rin cuando su amante, un hombre casado, se negó a divorciarse, los poetas románticos del pueblo, Arnim, Kerner, cantaron a la alegría de vivir, a la música y al amor. Poco a poco, sin embargo, fueron sobrecargándose de un nacionalismo y de un tradicionalismo que más adelante traería sus consecuencias, pero que ante sus contemporáneos les hizo identificables, consustanciales, y a sus poemas, fáciles de recitar, musicar, cantar e incorporar como paganos himnos a las celebraciones familiares o al calendario festivo, porque el yo de los poetas no estaba presente en los versos y su idealismo se basaba en elementos inconcretos derivados del panteón de la belleza o del sueño reunificador de la nación alemana.
Un festín lírico, filosófico y político.
Romántico
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Publicado el 16 de marzo del 2017
Connolly
John Connolly, el originalísimo autor irlandés, recoge el premio de Honor de Aragón Negro.
Me pongo a escribir este artículo sobre el padre de Charlie Parker escuchando Voices From de Dark, soundtracks de sus novelas recopilados por el propio escritor en un estuche con cinco cedés, y teniendo delante de mí 'La canción de las sombras' (Tusquets), última entrega, nueva novela de este originalísimo autor irlandés que acaba de visitar España para recoger el premio de Honor de Aragón Negro y participar en BCNegra.
En ambas ciudades, sus seguidores se agolparon para escucharle como a un profeta surgido de las profundidades de un volcán ignoto o de un alma atormentada, torturada y lúcida como la de su detective Charlie Parker, pero todavía bastante más inocente que la de el Viajante o el Coleccionista, dos de sus peores enemigos desde que en la primera y espeluznante entrega de la serie, Todo lo que muere, el héroe perdiese a su mujer y a su hija, violentamente asesinadas.
Desde aquel terrorífico suceso, Charlie Parker vagará por el Estado de Maine envuelto en la mortecina esperanza de capturar a sus asesinos y redimirse a sí mismo en una suerte de telúrica ordalía moral, como si su propio espíritu, desnudo frente al espejo del sufrimiento, abriese su mente a la claridad espiritual, a las visiones, a los milagros.
Por esos paisajes, siempre en claroscuro, donde la sórdida realidad de otros seres humanos igualmente oscurecidos por la avaricia, la ambición o el crimen, transitarán decenas de personajes con los que Parker irá manteniendo ambiguas relaciones, a menudo violentas, pero también historias de amor que le ayudarán a seguir creyendo en la existencia del bien, la empatía, la compasión. El ángel caído volverá a levantarse una y otra vez, caso tras caso...
De la misma manera que por el minucioso trabajo de sus tramas viene destacando Connolly por la utilización de materiales históricos. Sus novelas descansan a menudo en sólidas investigaciones sobre los más variopintos asuntos, desde los comportamientos de animales (hienas) o insectos (arañas) que le fascinan, hasta sus amplios conocimientos de medicina y ciencia forense, arqueología y antropología, historia de América o de esos nazis que en La canción de las sombras arrojan un siniestro eco, pues sus órdenes y amenazas y los lamentos y gritos de sus víctimas siguen escuchándose desde las negruras del Holocausto.
Que dentro de un escritor tan sumamente afable habiten los peores monstruos del Averno no deja de ser paradójico, porque John Connolly posee un inteligente sentido del humor, una rica vida familiar y la pasión del viajero. Lo primero que hace al llegar a una ciudad es recorrerla a conciencia. En Zaragoza descubrió a Goya y quedó maravillado con sus Caprichos, Disparates y Desastres de la guerra. Entre ambos se estableció un diálogo. Quién sabe si estaría escuchando Charlie Parker y qué pensaría el detective de las visiones y consejos del genial Sordo...
Connolly
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Publicado el 16 de febrero del 2017
John Connolly, el originalísimo autor irlandés, recoge el premio de Honor de Aragón Negro.
Me pongo a escribir este artículo sobre el padre de Charlie Parker escuchando Voices From de Dark, soundtracks de sus novelas recopilados por el propio escritor en un estuche con cinco cedés, y teniendo delante de mí 'La canción de las sombras' (Tusquets), última entrega, nueva novela de este originalísimo autor irlandés que acaba de visitar España para recoger el premio de Honor de Aragón Negro y participar en BCNegra.
En ambas ciudades, sus seguidores se agolparon para escucharle como a un profeta surgido de las profundidades de un volcán ignoto o de un alma atormentada, torturada y lúcida como la de su detective Charlie Parker, pero todavía bastante más inocente que la de el Viajante o el Coleccionista, dos de sus peores enemigos desde que en la primera y espeluznante entrega de la serie, Todo lo que muere, el héroe perdiese a su mujer y a su hija, violentamente asesinadas.
Desde aquel terrorífico suceso, Charlie Parker vagará por el Estado de Maine envuelto en la mortecina esperanza de capturar a sus asesinos y redimirse a sí mismo en una suerte de telúrica ordalía moral, como si su propio espíritu, desnudo frente al espejo del sufrimiento, abriese su mente a la claridad espiritual, a las visiones, a los milagros.
Por esos paisajes, siempre en claroscuro, donde la sórdida realidad de otros seres humanos igualmente oscurecidos por la avaricia, la ambición o el crimen, transitarán decenas de personajes con los que Parker irá manteniendo ambiguas relaciones, a menudo violentas, pero también historias de amor que le ayudarán a seguir creyendo en la existencia del bien, la empatía, la compasión. El ángel caído volverá a levantarse una y otra vez, caso tras caso...
De la misma manera que por el minucioso trabajo de sus tramas viene destacando Connolly por la utilización de materiales históricos. Sus novelas descansan a menudo en sólidas investigaciones sobre los más variopintos asuntos, desde los comportamientos de animales (hienas) o insectos (arañas) que le fascinan, hasta sus amplios conocimientos de medicina y ciencia forense, arqueología y antropología, historia de América o de esos nazis que en La canción de las sombras arrojan un siniestro eco, pues sus órdenes y amenazas y los lamentos y gritos de sus víctimas siguen escuchándose desde las negruras del Holocausto.
Que dentro de un escritor tan sumamente afable habiten los peores monstruos del Averno no deja de ser paradójico, porque John Connolly posee un inteligente sentido del humor, una rica vida familiar y la pasión del viajero. Lo primero que hace al llegar a una ciudad es recorrerla a conciencia. En Zaragoza descubrió a Goya y quedó maravillado con sus Caprichos, Disparates y Desastres de la guerra. Entre ambos se estableció un diálogo. Quién sabe si estaría escuchando Charlie Parker y qué pensaría el detective de las visiones y consejos del genial Sordo...
Connolly
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Publicado el 16 de febrero del 2017
El monarca reformista
Carlos III, dotado para los idiomas, hablaba alemán y tres dialectos italianos. El tricentenario de Carlos III se está conmemorando con exposiciones y publicaciones. Muy destacable me ha parecido la biografía que le acaba de dedicar Roberto Fernández, Carlos III, un monarca reformista (Espasa).
De Carlos III nos separan trescientos años, pero entre nuestro tiempo y el suyo hay puentes tendidos en la historia. Y eso que tenía todas las papeletas para seguir los pasos de Felipe V y dedicarse a presidir de manera hedonista e irrelevante el reino. No en vano desde su infancia quedó al cuidado de un ejército de cortesanos aleccionados en el absolutismo y la fe, encargados de velar por su salud y aislarlo del pueblo. Aya, nodriza, lavanderas, acunadoras, barrenderas, almidoneras, ama de repuesto... hasta una docena de mujeres al servicio del infante de España, y eso que, según acreditó su primer biógrafo, el conde Fernán Núñez, describiéndolo como “un niño muy rubio, hermoso y blanco”, su salud era excelente. También su formación. Su aprendizaje de la lectura y la escritura se encomendó al profesor Joseph Arnaud, de ahí que sus primeras cartas las redactara en francés. Su madre, Isabel de Farnesio, le hablaba en italiano. Con sus ayas, se expresaba en castellano.
A los 7 años (1723), Carlos pasó al cuidado de los hombres. En El Escorial se le dispuso un cuarto personal con ayo (el duque de San Pedro), gentilhombre de manga, contador, médico, ayudas de cámara, ujier de cámara, ujier de saleta, mozo de retrete, barrenderos... El padre Severo de la Conca le instruyó en moral y el jesuita francés Ignacio Labreuse en geografía, cronología, historia sagrada e historia general de España y Francia. Dotado para los idiomas, Carlos hablaba alemán y tres dialectos italianos, napolitano, florentino y lombardo. Jean Ranc lo retrató en el infante don Carlos herborizando como lo que realmente iba a ser, un príncipe ilustrado y reformista, y el mejor, siguen diciendo los madrileños, alcalde de Madrid.
Un volumen, el de Roberto Fernández, primorosamente editado y escrito en la línea panorámica, profunda, rigurosa, con vuelo y detalle, seriedad y amenidad de un Henri Pirenne, maestro al que Fernández, que también lo es, cita como ejemplo de historiador a seguir en su capacidad comprensiva y expositiva. Las mujeres y los reinos del rey Carlos, las potencias de Europa, Esquilache, Aranda, Grimaldi, Floridablanca, Wall, Olavide, los grandes ministros y personalidades que forjaron aquel ilustrado del XVIII, a medio camino entre el feudalismo y la modernidad, desfilan por estas igualmente ilustradas páginas que nos recuerdan hitos como la creación de los Reales Estudios de San Isidro (1770), la primera gramática de la Real Academia (1771), la construcción de la Puerta de Alcalá (1778) o la paz de Versalles (1783).
El legado de Carlos III sería fagocitado por Carlos IV, Godoy y Fernando VII, pero esa es otra historia...
El monarca reformista
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Publicado el 19 de enero del 2017
Carlos III, dotado para los idiomas, hablaba alemán y tres dialectos italianos. El tricentenario de Carlos III se está conmemorando con exposiciones y publicaciones. Muy destacable me ha parecido la biografía que le acaba de dedicar Roberto Fernández, Carlos III, un monarca reformista (Espasa).
De Carlos III nos separan trescientos años, pero entre nuestro tiempo y el suyo hay puentes tendidos en la historia. Y eso que tenía todas las papeletas para seguir los pasos de Felipe V y dedicarse a presidir de manera hedonista e irrelevante el reino. No en vano desde su infancia quedó al cuidado de un ejército de cortesanos aleccionados en el absolutismo y la fe, encargados de velar por su salud y aislarlo del pueblo. Aya, nodriza, lavanderas, acunadoras, barrenderas, almidoneras, ama de repuesto... hasta una docena de mujeres al servicio del infante de España, y eso que, según acreditó su primer biógrafo, el conde Fernán Núñez, describiéndolo como “un niño muy rubio, hermoso y blanco”, su salud era excelente. También su formación. Su aprendizaje de la lectura y la escritura se encomendó al profesor Joseph Arnaud, de ahí que sus primeras cartas las redactara en francés. Su madre, Isabel de Farnesio, le hablaba en italiano. Con sus ayas, se expresaba en castellano.
A los 7 años (1723), Carlos pasó al cuidado de los hombres. En El Escorial se le dispuso un cuarto personal con ayo (el duque de San Pedro), gentilhombre de manga, contador, médico, ayudas de cámara, ujier de cámara, ujier de saleta, mozo de retrete, barrenderos... El padre Severo de la Conca le instruyó en moral y el jesuita francés Ignacio Labreuse en geografía, cronología, historia sagrada e historia general de España y Francia. Dotado para los idiomas, Carlos hablaba alemán y tres dialectos italianos, napolitano, florentino y lombardo. Jean Ranc lo retrató en el infante don Carlos herborizando como lo que realmente iba a ser, un príncipe ilustrado y reformista, y el mejor, siguen diciendo los madrileños, alcalde de Madrid.
Un volumen, el de Roberto Fernández, primorosamente editado y escrito en la línea panorámica, profunda, rigurosa, con vuelo y detalle, seriedad y amenidad de un Henri Pirenne, maestro al que Fernández, que también lo es, cita como ejemplo de historiador a seguir en su capacidad comprensiva y expositiva. Las mujeres y los reinos del rey Carlos, las potencias de Europa, Esquilache, Aranda, Grimaldi, Floridablanca, Wall, Olavide, los grandes ministros y personalidades que forjaron aquel ilustrado del XVIII, a medio camino entre el feudalismo y la modernidad, desfilan por estas igualmente ilustradas páginas que nos recuerdan hitos como la creación de los Reales Estudios de San Isidro (1770), la primera gramática de la Real Academia (1771), la construcción de la Puerta de Alcalá (1778) o la paz de Versalles (1783).
El legado de Carlos III sería fagocitado por Carlos IV, Godoy y Fernando VII, pero esa es otra historia...
El monarca reformista
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Publicado el 19 de enero del 2017
Damas y salones
La fina percepción de Sainte-Beuve traza lúcidas semblanzas de las protagonistas. Nada de decimonónicos salones tienen los trenes que me llevan de feria de otoño en charla de instituto, pero gracias a Charles-Augustin Sainte-Beuve, en lugar de insípidos sándwiches en la cantina del rápido saboreo elaboradas viandas en el comedor con ricas sedas de madame de Sévigné, aromático café en el de madame de La Fayette o veladas musicales con madame de Pompadour, dejándome mecer por las cuerdas de arpas y Stradivarius.
Con la compañía de esas grandes señoras aprisionadas como divinas mariposas en los Retratos de mujeres (Acantilado) de Sainte-Beuve, con sus pasiones y pelucas recorro el siglo de los Luises y de la Ilustración, de la teocracia monárquica y de la Revolución.
Damas educadas, hermosas e inquietas, sutiles, avanzadas, revolucionarias, tan apasionadas que robaron el corazón a Luis XV (Pompadour) a Voltaire (unas cuantas) o al marqués de Mora (mademoiselle de Lespinasse), sobrino del conde de Aranda.
La fina percepción de Sainte-Beuve, claro antecedente de Proust, por mucho que este lo repudiara, traza lúcidas semblanzas de las protagonistas situándolas en su contexto histórico y geográfico, siempre París. La mayoría de estas privilegiadas francesas, con cultura, amante y salón tiene algo en común, su pertenencia a la raza de las queridas reales, o de las grandes cortesanas, y su amor por la escritura en forma de memorias o cartas que, al publicarse, tras alambicados procesos, por lo general ya entrado el siglo XIX, aportaron preciosos materiales para el conocimiento de la época y el contraste de opiniones y comportamientos de hombres como Luis XVI, Richelieu, Rousseau, Brissot o Robespierre.
El salón más completo, según Sainte-Beuve, fue el de madame Geoffrin, gran aficionada a las máximas (“la economía es la fuente de la independencia y la libertad”; “no hay que dejar crecer la hierba en el camino de la amistad”) frecuentado por Saint Pierre, Franklin y Horace Walpole, entre otros muchos. El autor de El castillo de Otranto, novela pionera de la literatura gótica, mantenía a su vez un ambiguo romance con la marquesa du Deffand, rival de la Geoffrin, en un juego de espejos y triángulos que en ocasiones rozaba la promiscuidad, si bien siempre dentro de las normas de cortesía encofradas en otra novela, Las amistades peligrosas, de Choderlos de Laclos, señera de aquellos sentimientos y atmósferas. En esos hoteles de Dios, antes de dormir, leo nuevos capítulos de Sainte-Beuve y sueño con madame de Staël, con madame de Caylus, de quien Saint-Simon dijo que “sus razones tenía para ser malvada”, y con aquella Ninon que aconsejaba acopio de víveres, pero no de placeres, “pues hay que gastarlos al momento, sin dejarlos para mañana”. Yéndome a vivir, como madame de Pompadour, dentro de un cuadro de Watteau, o a las trincheras de La Bastilla con madame Roland. Las Luces eran ellas.
Damas y salones
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Publicado el 7 de diciembre del 2016
La fina percepción de Sainte-Beuve traza lúcidas semblanzas de las protagonistas. Nada de decimonónicos salones tienen los trenes que me llevan de feria de otoño en charla de instituto, pero gracias a Charles-Augustin Sainte-Beuve, en lugar de insípidos sándwiches en la cantina del rápido saboreo elaboradas viandas en el comedor con ricas sedas de madame de Sévigné, aromático café en el de madame de La Fayette o veladas musicales con madame de Pompadour, dejándome mecer por las cuerdas de arpas y Stradivarius.
Con la compañía de esas grandes señoras aprisionadas como divinas mariposas en los Retratos de mujeres (Acantilado) de Sainte-Beuve, con sus pasiones y pelucas recorro el siglo de los Luises y de la Ilustración, de la teocracia monárquica y de la Revolución.
Damas educadas, hermosas e inquietas, sutiles, avanzadas, revolucionarias, tan apasionadas que robaron el corazón a Luis XV (Pompadour) a Voltaire (unas cuantas) o al marqués de Mora (mademoiselle de Lespinasse), sobrino del conde de Aranda.
La fina percepción de Sainte-Beuve, claro antecedente de Proust, por mucho que este lo repudiara, traza lúcidas semblanzas de las protagonistas situándolas en su contexto histórico y geográfico, siempre París. La mayoría de estas privilegiadas francesas, con cultura, amante y salón tiene algo en común, su pertenencia a la raza de las queridas reales, o de las grandes cortesanas, y su amor por la escritura en forma de memorias o cartas que, al publicarse, tras alambicados procesos, por lo general ya entrado el siglo XIX, aportaron preciosos materiales para el conocimiento de la época y el contraste de opiniones y comportamientos de hombres como Luis XVI, Richelieu, Rousseau, Brissot o Robespierre.
El salón más completo, según Sainte-Beuve, fue el de madame Geoffrin, gran aficionada a las máximas (“la economía es la fuente de la independencia y la libertad”; “no hay que dejar crecer la hierba en el camino de la amistad”) frecuentado por Saint Pierre, Franklin y Horace Walpole, entre otros muchos. El autor de El castillo de Otranto, novela pionera de la literatura gótica, mantenía a su vez un ambiguo romance con la marquesa du Deffand, rival de la Geoffrin, en un juego de espejos y triángulos que en ocasiones rozaba la promiscuidad, si bien siempre dentro de las normas de cortesía encofradas en otra novela, Las amistades peligrosas, de Choderlos de Laclos, señera de aquellos sentimientos y atmósferas. En esos hoteles de Dios, antes de dormir, leo nuevos capítulos de Sainte-Beuve y sueño con madame de Staël, con madame de Caylus, de quien Saint-Simon dijo que “sus razones tenía para ser malvada”, y con aquella Ninon que aconsejaba acopio de víveres, pero no de placeres, “pues hay que gastarlos al momento, sin dejarlos para mañana”. Yéndome a vivir, como madame de Pompadour, dentro de un cuadro de Watteau, o a las trincheras de La Bastilla con madame Roland. Las Luces eran ellas.
Damas y salones
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Publicado el 7 de diciembre del 2016
Los Románov
La obra de Montefiore se asoma al abismo de muerte y poder de la dinastía rusa. Cuando el zar Nicolás II y su familia fueron ejecutados en 1917 por hombres de Lenin, la saga de los Románov escribió su epitafio. Pero durante siglos sus zares habían dominado todas las Rusias. Como su propia patria, infinita, contradictoria, el clan fue soberbio, apasionado, inestable, excesivo, tan capaz de sacrificios y proezas como de las mayores crueldades.
Para muestra, Pedro el Grande. Su vida se resume en un baño de pólvora, amor y sangre. En sus más siniestros aspectos, su personalidad, tan cruel como la de su antepasado Iván el Terrible, reveló a un degollador experto en decapitaciones. Lo demostró cuando ordenó ejecutar a una dama de la corte, la escocesa Mary Hamilton, que había sido su amante, acusada de robar joyas a la zarina. El 14 de marzo de 1719, en Moscú, Mary se dirigió al cadalso con un deslumbrante vestido. Esperaba ser perdonada, pero Pedro subió al patíbulo, la besó y ordenó su ejecución. Cayó el hacha, el zar alzó por los cabellos la cabeza de Mary y dio una clase de anatomía a los asistentes, señalando las vértebras, la tráquea, las chorreantes arterias... Volvió a besar los labios sin vida de Mary, se santiguó y regresó a palacio.
Otra de sus venganzas fue la tortura y ejecución de su hijo Alexéi, acusado de traición. En 1718, en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, el zarévich recibió veinticinco latigazos con el knut, que no consiguieron hacerle admitir su traición. Cinco días después, se le administraron quince latigazos más; quebrantado, confesó su conspiración. Un tribunal lo condenó a muerte por doble parricidio, contra el padre de la patria y contra su padre natural; pero no sobrevivió al tormento. Insensible a su fin, Pedro hizo acuñar una moneda conmemorativa con la siguiente leyenda: “El horizonte se ha despejado”. Y continuó con nuevas campañas contra suecos, polacos, daneses que se resistían al ensanchamiento de sus fronteras. Siempre, como buen Románov, intrigando, conquistando entre borracheras de vodka y reposos en los balnearios de Baden-Baden y Spa; entre enanos y prostitutas; entre generales, obispos, amantes, cambios de humor, de aliado o pareja...
Fijémonos, por ejemplo, en la zarina Ana, atrapada bajo el influjo de tres alemanes que llegarían a dominar Rusia. Su amante Biron, un apuesto e ignorante palafrenero, hablaba a los caballos como si fueran personas y a las personas como si fueran caballos. El vicecanciller Osterman, famoso por sus asquerosas pelucas y sus malolientes trajes y porque cuanto decía era susceptible de doble interpretación. Y el general Von Münnich, de maneras cortesanas, rubio y melifluo...
Si desean asomarse a este abismo de muerte y poder, lean Los Románov (Crítica) de Simon Sebag Montefiore. Antony Beevor ha dicho que Juego de tronos es, en comparación, “como tomar el té con unas monjitas”. Estoy de acuerdo.
Los Románov
Comenta en: http://www.tiempodehoy.com/cultura/visiones/los-romanov
Publicado el 10 de noviembre del 2016
La obra de Montefiore se asoma al abismo de muerte y poder de la dinastía rusa. Cuando el zar Nicolás II y su familia fueron ejecutados en 1917 por hombres de Lenin, la saga de los Románov escribió su epitafio. Pero durante siglos sus zares habían dominado todas las Rusias. Como su propia patria, infinita, contradictoria, el clan fue soberbio, apasionado, inestable, excesivo, tan capaz de sacrificios y proezas como de las mayores crueldades.
Para muestra, Pedro el Grande. Su vida se resume en un baño de pólvora, amor y sangre. En sus más siniestros aspectos, su personalidad, tan cruel como la de su antepasado Iván el Terrible, reveló a un degollador experto en decapitaciones. Lo demostró cuando ordenó ejecutar a una dama de la corte, la escocesa Mary Hamilton, que había sido su amante, acusada de robar joyas a la zarina. El 14 de marzo de 1719, en Moscú, Mary se dirigió al cadalso con un deslumbrante vestido. Esperaba ser perdonada, pero Pedro subió al patíbulo, la besó y ordenó su ejecución. Cayó el hacha, el zar alzó por los cabellos la cabeza de Mary y dio una clase de anatomía a los asistentes, señalando las vértebras, la tráquea, las chorreantes arterias... Volvió a besar los labios sin vida de Mary, se santiguó y regresó a palacio.
Otra de sus venganzas fue la tortura y ejecución de su hijo Alexéi, acusado de traición. En 1718, en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, el zarévich recibió veinticinco latigazos con el knut, que no consiguieron hacerle admitir su traición. Cinco días después, se le administraron quince latigazos más; quebrantado, confesó su conspiración. Un tribunal lo condenó a muerte por doble parricidio, contra el padre de la patria y contra su padre natural; pero no sobrevivió al tormento. Insensible a su fin, Pedro hizo acuñar una moneda conmemorativa con la siguiente leyenda: “El horizonte se ha despejado”. Y continuó con nuevas campañas contra suecos, polacos, daneses que se resistían al ensanchamiento de sus fronteras. Siempre, como buen Románov, intrigando, conquistando entre borracheras de vodka y reposos en los balnearios de Baden-Baden y Spa; entre enanos y prostitutas; entre generales, obispos, amantes, cambios de humor, de aliado o pareja...
Fijémonos, por ejemplo, en la zarina Ana, atrapada bajo el influjo de tres alemanes que llegarían a dominar Rusia. Su amante Biron, un apuesto e ignorante palafrenero, hablaba a los caballos como si fueran personas y a las personas como si fueran caballos. El vicecanciller Osterman, famoso por sus asquerosas pelucas y sus malolientes trajes y porque cuanto decía era susceptible de doble interpretación. Y el general Von Münnich, de maneras cortesanas, rubio y melifluo...
Si desean asomarse a este abismo de muerte y poder, lean Los Románov (Crítica) de Simon Sebag Montefiore. Antony Beevor ha dicho que Juego de tronos es, en comparación, “como tomar el té con unas monjitas”. Estoy de acuerdo.
Los Románov
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Publicado el 10 de noviembre del 2016
Paseando con Whitman
El poeta impregna sus escritos sobre la guerra de secesión de sol y viento. El poeta Walt Whitman pasó el verano de 1864 en hospitales de campaña.Acudía a sus tiendas para consolar a los soldados heridos en las batallas contra el Sur. Por las calles de Washington solía cruzarse con el presidente Lincoln, a caballo sobre una montura gris, vestido de negro y protegido por un destacamento de caballería con los sables desenvainados.
Entre los heridos, la presencia del poeta era muy valorada. Le pedían que les contara historias y escribiese cartas a sus familias. Whitman llevaba una gavilla de cuentos célebres, otros de su cosecha, almanaques y una Biblia, pues a menudo los moribundos le solicitaban el consuelo de una lectura sagrada.
Por las noches, al regresar a casa, después de ver sufrir y morir a los héroes (también reír, también salvarse), Whitman registraba sus impresiones y charlas con los soldados, las amputaciones y operaciones quirúrgicas, los gestos de grandeza y derrota, el destino, la debilidad y el valor de aquella generación de norteamericanos que la Guerra de Secesión había partido en dos, como al Norte y al Sur.
Los apuntes literarios de Whitman, traducidos por la editorial Capitán Swing (Perspectivas democráticas y otros escritos), son sobrios, majestuosos, y contienen, como el resto de la obra del autor de Hojas de hierba, elementos esenciales de su época. Whitman canta a su joven democracia, y a los jóvenes norteamericanos, con pureza e inocencia, esforzándose por orientar el torrente de toda esa sangre ilusionada hacia el horizonte de una nación más justa y generosa, los Estados Unidos de América. En la descripción de sus principios éticos, fortaleza moral y bellezas paisajísticas el poeta despliega su fascinante arborescencia verbal, impregnada de sol, viento y naturaleza, un metafórico carruaje que nos transporta por Alabama o Virginia con veloces y chispeantes adjetivos, como caballos de tiro, y al pescante, el patriarca.
Gracias a su visión poética, Whitman pasó del pozo del feudalismo europeo al manantial democrático, de Edimburgo y París a Las Rocosas, los grandes ríos, los Grandes Lagos. Sus palabras flotan, sus frases perduran y en este libro el alma de la nación aflora. Viajamos por un mundo urbano y rural, industrial y místico, bélico y pacífico que él nos invita a ver con una mirada nueva y donde el errante cantor, ángel caído o profeta, irá encontrando a otros personajes irrepetibles. Edgar Allan Poe, con quien mantuvo una entrevista en su despacho de Broadway (“Estuvo muy cordial, muy tranquilo, y su apariencia personal y ropas eran cuidadas. Muy amable y humano, pero algo vencido, quizá un poco fatigado”, anotó Whitman). O como el fabuloso Jon Jacob Astor, que se desplazaba por Nueva York en trineo, vestido de pieles, no en vano era el mayor importador del Ártico...
Legendario.
Paseando con Whitman
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Publicado el 13 de octubre del 2016
El poeta impregna sus escritos sobre la guerra de secesión de sol y viento. El poeta Walt Whitman pasó el verano de 1864 en hospitales de campaña.Acudía a sus tiendas para consolar a los soldados heridos en las batallas contra el Sur. Por las calles de Washington solía cruzarse con el presidente Lincoln, a caballo sobre una montura gris, vestido de negro y protegido por un destacamento de caballería con los sables desenvainados.
Entre los heridos, la presencia del poeta era muy valorada. Le pedían que les contara historias y escribiese cartas a sus familias. Whitman llevaba una gavilla de cuentos célebres, otros de su cosecha, almanaques y una Biblia, pues a menudo los moribundos le solicitaban el consuelo de una lectura sagrada.
Por las noches, al regresar a casa, después de ver sufrir y morir a los héroes (también reír, también salvarse), Whitman registraba sus impresiones y charlas con los soldados, las amputaciones y operaciones quirúrgicas, los gestos de grandeza y derrota, el destino, la debilidad y el valor de aquella generación de norteamericanos que la Guerra de Secesión había partido en dos, como al Norte y al Sur.
Los apuntes literarios de Whitman, traducidos por la editorial Capitán Swing (Perspectivas democráticas y otros escritos), son sobrios, majestuosos, y contienen, como el resto de la obra del autor de Hojas de hierba, elementos esenciales de su época. Whitman canta a su joven democracia, y a los jóvenes norteamericanos, con pureza e inocencia, esforzándose por orientar el torrente de toda esa sangre ilusionada hacia el horizonte de una nación más justa y generosa, los Estados Unidos de América. En la descripción de sus principios éticos, fortaleza moral y bellezas paisajísticas el poeta despliega su fascinante arborescencia verbal, impregnada de sol, viento y naturaleza, un metafórico carruaje que nos transporta por Alabama o Virginia con veloces y chispeantes adjetivos, como caballos de tiro, y al pescante, el patriarca.
Gracias a su visión poética, Whitman pasó del pozo del feudalismo europeo al manantial democrático, de Edimburgo y París a Las Rocosas, los grandes ríos, los Grandes Lagos. Sus palabras flotan, sus frases perduran y en este libro el alma de la nación aflora. Viajamos por un mundo urbano y rural, industrial y místico, bélico y pacífico que él nos invita a ver con una mirada nueva y donde el errante cantor, ángel caído o profeta, irá encontrando a otros personajes irrepetibles. Edgar Allan Poe, con quien mantuvo una entrevista en su despacho de Broadway (“Estuvo muy cordial, muy tranquilo, y su apariencia personal y ropas eran cuidadas. Muy amable y humano, pero algo vencido, quizá un poco fatigado”, anotó Whitman). O como el fabuloso Jon Jacob Astor, que se desplazaba por Nueva York en trineo, vestido de pieles, no en vano era el mayor importador del Ártico...
Legendario.
Paseando con Whitman
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Publicado el 13 de octubre del 2016
Virginia y los libros
Horas en una biblioteca presenta textos de Woolf sobre literatura, cine, pintura... Las encuestas sobre los hábitos culturales de los españoles nos colman de inquietud. La mayoría de nuestros compatriotas solo lee tres libros al año (o ninguno), van poco (o nada) a museos y exposiciones y apenas frecuentan cines y teatros. Con semejante panorama, los sectores de la industria cultural, gravemente afectados por la crisis, la política impositiva y las nuevas fórmulas de ocio, no levantarán cabeza.
Buscando soluciones, y centrándonos en el hábito lector, ha vuelto a conmoverme la relectura de las conferencias de John Ruskin, que Cátedra ha editado bajo el título de Sésamo y lirios con prólogo y revisión de Javier Alcoriza.
En sus ideas y argumentos, un Ruskin maduro, expresándose en un tono más filosófico que el literariamente bellísimo de Las piedras de Venecia, tan influyente en Marcel Proust, condensó su experiencia como lector en una serie de parámetros tan certeros como útiles para su aplicación hoy en día.
Sostenía Ruskin, entre otros consejos, que no es imprescindible para acceder a una buena educación leer muchos libros, cuantos más mejor, sino asimilar bien los que leamos, incorporando sus significados y giros y releyendo, anotando y “llegando a amar” aquellos volúmenes que signifiquen algo extraordinario para nosotros. Pero antes, para llegar a ser tales libros excepcionales, deberían, opinaba Ruskin, haber sido escritos por autores igualmente relevantes –grandes hombres, grandes líderes– que hubieran depositado en sus páginas no la mera esperanza publicitaria de una mayor transmisión de sus palabras, sino lo mejor, más noble e íntimo de sus pensamientos, condensándolos en un lenguaje de la mayor precisión, armonía y belleza.
Así, cada biblioteca familiar, el lugar, según Ruskin, más importante del hogar, será un espacio mágico, espiritual, formativo; un verdadero altar.
El ensayista y crítico advertía a los lectores de 1870, a sus contemporáneos, que, para acceder a los placeres del conocimiento debían poner esfuerzo de su parte. Lo peor era la ignorancia consentida, estabulada. “La esencia de la vulgaridad reside en la falta de sensación –sentenció–. En la auténtica vulgaridad innata hay una insensibilidad temible que, llevada a su extremo, resulta capaz de todo tipo de hábitos y crímenes bestiales, sin temor, sin placer, sin horror y sin lástima”.
Ruskin advirtió a su país, a aquella orgullosa, mercantil, militar Inglaterra ávida de libras y dólares, sobre los peligros de entregarse a las leyes del mercado y descuidar las normas de educación. “Es imposible para el público inglés comprender ningún escrito reflexivo –denunciaba–; tan incapaz de pensar se ha vuelto en su loca avaricia. No puede una nación seguir despreciando la literatura, la ciencia, el arte y la naturaleza, y concentrando el alma en el penique”.
Como se ve, nuestros males vienen de lejos.
Virginia y los libros
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Publicado el 15 de septiembre del 2016
Horas en una biblioteca presenta textos de Woolf sobre literatura, cine, pintura... Las encuestas sobre los hábitos culturales de los españoles nos colman de inquietud. La mayoría de nuestros compatriotas solo lee tres libros al año (o ninguno), van poco (o nada) a museos y exposiciones y apenas frecuentan cines y teatros. Con semejante panorama, los sectores de la industria cultural, gravemente afectados por la crisis, la política impositiva y las nuevas fórmulas de ocio, no levantarán cabeza.
Buscando soluciones, y centrándonos en el hábito lector, ha vuelto a conmoverme la relectura de las conferencias de John Ruskin, que Cátedra ha editado bajo el título de Sésamo y lirios con prólogo y revisión de Javier Alcoriza.
En sus ideas y argumentos, un Ruskin maduro, expresándose en un tono más filosófico que el literariamente bellísimo de Las piedras de Venecia, tan influyente en Marcel Proust, condensó su experiencia como lector en una serie de parámetros tan certeros como útiles para su aplicación hoy en día.
Sostenía Ruskin, entre otros consejos, que no es imprescindible para acceder a una buena educación leer muchos libros, cuantos más mejor, sino asimilar bien los que leamos, incorporando sus significados y giros y releyendo, anotando y “llegando a amar” aquellos volúmenes que signifiquen algo extraordinario para nosotros. Pero antes, para llegar a ser tales libros excepcionales, deberían, opinaba Ruskin, haber sido escritos por autores igualmente relevantes –grandes hombres, grandes líderes– que hubieran depositado en sus páginas no la mera esperanza publicitaria de una mayor transmisión de sus palabras, sino lo mejor, más noble e íntimo de sus pensamientos, condensándolos en un lenguaje de la mayor precisión, armonía y belleza.
Así, cada biblioteca familiar, el lugar, según Ruskin, más importante del hogar, será un espacio mágico, espiritual, formativo; un verdadero altar.
El ensayista y crítico advertía a los lectores de 1870, a sus contemporáneos, que, para acceder a los placeres del conocimiento debían poner esfuerzo de su parte. Lo peor era la ignorancia consentida, estabulada. “La esencia de la vulgaridad reside en la falta de sensación –sentenció–. En la auténtica vulgaridad innata hay una insensibilidad temible que, llevada a su extremo, resulta capaz de todo tipo de hábitos y crímenes bestiales, sin temor, sin placer, sin horror y sin lástima”.
Ruskin advirtió a su país, a aquella orgullosa, mercantil, militar Inglaterra ávida de libras y dólares, sobre los peligros de entregarse a las leyes del mercado y descuidar las normas de educación. “Es imposible para el público inglés comprender ningún escrito reflexivo –denunciaba–; tan incapaz de pensar se ha vuelto en su loca avaricia. No puede una nación seguir despreciando la literatura, la ciencia, el arte y la naturaleza, y concentrando el alma en el penique”.
Como se ve, nuestros males vienen de lejos.
Virginia y los libros
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Publicado el 15 de septiembre del 2016
Sésamo y lirios
Ruskin advirtió a Inglaterra sobre los peligros de las leyes del mercado. Las encuestas sobre los hábitos culturales de los españoles nos colman de inquietud. La mayoría de nuestros compatriotas solo lee tres libros al año (o ninguno), van poco (o nada) a museos y exposiciones y apenas frecuentan cines y teatros. Con semejante panorama, los sectores de la industria cultural, gravemente afectados por la crisis, la política impositiva y las nuevas fórmulas de ocio, no levantarán cabeza.
Buscando soluciones, y centrándonos en el hábito lector, ha vuelto a conmoverme la relectura de las conferencias de John Ruskin, que Cátedra ha editado bajo el título de Sésamo y lirios con prólogo y revisión de Javier Alcoriza.
En sus ideas y argumentos, un Ruskin maduro, expresándose en un tono más filosófico que el literariamente bellísimo de Las piedras de Venecia, tan influyente en Marcel Proust, condensó su experiencia como lector en una serie de parámetros tan certeros como útiles para su aplicación hoy en día.
Sostenía Ruskin, entre otros consejos, que no es imprescindible para acceder a una buena educación leer muchos libros, cuantos más mejor, sino asimilar bien los que leamos, incorporando sus significados y giros y releyendo, anotando y “llegando a amar” aquellos volúmenes que signifiquen algo extraordinario para nosotros. Pero antes, para llegar a ser tales libros excepcionales, deberían, opinaba Ruskin, haber sido escritos por autores igualmente relevantes –grandes hombres, grandes líderes– que hubieran depositado en sus páginas no la mera esperanza publicitaria de una mayor transmisión de sus palabras, sino lo mejor, más noble e íntimo de sus pensamientos, condensándolos en un lenguaje de la mayor precisión, armonía y belleza.
Así, cada biblioteca familiar, el lugar, según Ruskin, más importante del hogar, será un espacio mágico, espiritual, formativo; un verdadero altar.
El ensayista y crítico advertía a los lectores de 1870, a sus contemporáneos, que, para acceder a los placeres del conocimiento debían poner esfuerzo de su parte. Lo peor era la ignorancia consentida, estabulada. “La esencia de la vulgaridad reside en la falta de sensación –sentenció–. En la auténtica vulgaridad innata hay una insensibilidad temible que, llevada a su extremo, resulta capaz de todo tipo de hábitos y crímenes bestiales, sin temor, sin placer, sin horror y sin lástima”.
Ruskin advirtió a su país, a aquella orgullosa, mercantil, militar Inglaterra ávida de libras y dólares, sobre los peligros de entregarse a las leyes del mercado y descuidar las normas de educación. “Es imposible para el público inglés comprender ningún escrito reflexivo –denunciaba–; tan incapaz de pensar se ha vuelto en su loca avaricia. No puede una nación seguir despreciando la literatura, la ciencia, el arte y la naturaleza, y concentrando el alma en el penique”.
Como se ve, nuestros males vienen de lejos.
Sésamo y lirios
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Publicado el 28 de julio del 2016
Ruskin advirtió a Inglaterra sobre los peligros de las leyes del mercado. Las encuestas sobre los hábitos culturales de los españoles nos colman de inquietud. La mayoría de nuestros compatriotas solo lee tres libros al año (o ninguno), van poco (o nada) a museos y exposiciones y apenas frecuentan cines y teatros. Con semejante panorama, los sectores de la industria cultural, gravemente afectados por la crisis, la política impositiva y las nuevas fórmulas de ocio, no levantarán cabeza.
Buscando soluciones, y centrándonos en el hábito lector, ha vuelto a conmoverme la relectura de las conferencias de John Ruskin, que Cátedra ha editado bajo el título de Sésamo y lirios con prólogo y revisión de Javier Alcoriza.
En sus ideas y argumentos, un Ruskin maduro, expresándose en un tono más filosófico que el literariamente bellísimo de Las piedras de Venecia, tan influyente en Marcel Proust, condensó su experiencia como lector en una serie de parámetros tan certeros como útiles para su aplicación hoy en día.
Sostenía Ruskin, entre otros consejos, que no es imprescindible para acceder a una buena educación leer muchos libros, cuantos más mejor, sino asimilar bien los que leamos, incorporando sus significados y giros y releyendo, anotando y “llegando a amar” aquellos volúmenes que signifiquen algo extraordinario para nosotros. Pero antes, para llegar a ser tales libros excepcionales, deberían, opinaba Ruskin, haber sido escritos por autores igualmente relevantes –grandes hombres, grandes líderes– que hubieran depositado en sus páginas no la mera esperanza publicitaria de una mayor transmisión de sus palabras, sino lo mejor, más noble e íntimo de sus pensamientos, condensándolos en un lenguaje de la mayor precisión, armonía y belleza.
Así, cada biblioteca familiar, el lugar, según Ruskin, más importante del hogar, será un espacio mágico, espiritual, formativo; un verdadero altar.
El ensayista y crítico advertía a los lectores de 1870, a sus contemporáneos, que, para acceder a los placeres del conocimiento debían poner esfuerzo de su parte. Lo peor era la ignorancia consentida, estabulada. “La esencia de la vulgaridad reside en la falta de sensación –sentenció–. En la auténtica vulgaridad innata hay una insensibilidad temible que, llevada a su extremo, resulta capaz de todo tipo de hábitos y crímenes bestiales, sin temor, sin placer, sin horror y sin lástima”.
Ruskin advirtió a su país, a aquella orgullosa, mercantil, militar Inglaterra ávida de libras y dólares, sobre los peligros de entregarse a las leyes del mercado y descuidar las normas de educación. “Es imposible para el público inglés comprender ningún escrito reflexivo –denunciaba–; tan incapaz de pensar se ha vuelto en su loca avaricia. No puede una nación seguir despreciando la literatura, la ciencia, el arte y la naturaleza, y concentrando el alma en el penique”.
Como se ve, nuestros males vienen de lejos.
Sésamo y lirios
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Publicado el 28 de julio del 2016
Lamata
Si alguien preguntase qué tienen en común Charles Bukowski, Truman Capote y Gilbert K. Chesterton, ya tendría respuesta: Miguel Ángel Lamata. Porque en la última película del director, titulada Nuestros amantes, recién estrenada en las salas españolas, el protagonista (un guionista encarnado por Eduardo Noriega) está obsesionado con escribir una pieza teatral con Bukowski y Capote. Chesterton, por su parte, dialoga habitualmente con Lamata, lector suyo, como también yo, incondicionalmente.
Las referencias a estos y otros escritores y artistas salpican los diálogos de Nuestros amantes con el magistral resultado, no de evidenciar la cultura del director, sino de hacerlos más interesantes e intensos.
En la película, rodada íntegramente en un Aragón que la acoge con naturalidad y belleza, las dobles parejas que componen su elenco y van enhebrando su laberíntico melodrama hablan en tono ligero sobre las cosas más importantes, o que nos importan más, como el amor, la alegría, la fidelidad, la creación artística, el destino, el paso del tiempo... Mientras que, en todo el metraje, por debajo de los flirts, de los gags, de los besos y lágrimas, de las sonrisas de Michelle Jenner y Amaia Salamanca o de las muecas canallas de Fele Martínez y Gabino Diego aflora eso que los ingleses llaman understatement (concepto al que Alfred Hitchcock se refería a menudo), algo así como la esencia de lo que nos gustaría fuese nuestra manera de ser en una sociedad que muta en algunos aspectos y va estableciendo otros como característicos o necesarios. Al pisar esa rica alfombra de sentimientos y emociones, los personajes se yerguen en estatura real, resultan convincentes, representativos. Carlos (Noriega), un escritor en proyecto, en crisis; Irene (Jenner) una especie de Maga a la búsqueda de un nuevo Oliveira. Ambos, con sus exparejas, juegan al amor, proponen aventuras abiertas a la novedad, al futuro, sepultando sus respectivos pasados como en aquel deliberado olvido de Marlon Brando en Último tango en París, cuando se resistía a contarle a Maria Schneider quién era, cómo se llamaba, cuál era su oficio, su número de serie.
Película fresca, profunda, divertida, exquisita, la que Miguel Ángel Lamata firma con trazo limpio, luminoso, enternecedor, amparándose en una imagen impecable y en esos diálogos, marca de la casa, que construyen caracteres con la fuerza de la palabra, sin acelerar la acción ni tirar la casa por la ventana con efectos especiales. Sensibilidad y talento compartido y aportado por otras claves maestras de Nuestros amantes: la producción de Vanessa Montfort, la música de Enrique Bunbury y Roque Baños, más el telón de fondo de una encantadora Zaragoza y los bellos paisajes de Huesca y de un Teruel que aporta, además, el corazón de sus Amantes.
Simplemente, cine.
Lamata
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Publicado el 23 de junio del 2016
Si alguien preguntase qué tienen en común Charles Bukowski, Truman Capote y Gilbert K. Chesterton, ya tendría respuesta: Miguel Ángel Lamata. Porque en la última película del director, titulada Nuestros amantes, recién estrenada en las salas españolas, el protagonista (un guionista encarnado por Eduardo Noriega) está obsesionado con escribir una pieza teatral con Bukowski y Capote. Chesterton, por su parte, dialoga habitualmente con Lamata, lector suyo, como también yo, incondicionalmente.
Las referencias a estos y otros escritores y artistas salpican los diálogos de Nuestros amantes con el magistral resultado, no de evidenciar la cultura del director, sino de hacerlos más interesantes e intensos.
En la película, rodada íntegramente en un Aragón que la acoge con naturalidad y belleza, las dobles parejas que componen su elenco y van enhebrando su laberíntico melodrama hablan en tono ligero sobre las cosas más importantes, o que nos importan más, como el amor, la alegría, la fidelidad, la creación artística, el destino, el paso del tiempo... Mientras que, en todo el metraje, por debajo de los flirts, de los gags, de los besos y lágrimas, de las sonrisas de Michelle Jenner y Amaia Salamanca o de las muecas canallas de Fele Martínez y Gabino Diego aflora eso que los ingleses llaman understatement (concepto al que Alfred Hitchcock se refería a menudo), algo así como la esencia de lo que nos gustaría fuese nuestra manera de ser en una sociedad que muta en algunos aspectos y va estableciendo otros como característicos o necesarios. Al pisar esa rica alfombra de sentimientos y emociones, los personajes se yerguen en estatura real, resultan convincentes, representativos. Carlos (Noriega), un escritor en proyecto, en crisis; Irene (Jenner) una especie de Maga a la búsqueda de un nuevo Oliveira. Ambos, con sus exparejas, juegan al amor, proponen aventuras abiertas a la novedad, al futuro, sepultando sus respectivos pasados como en aquel deliberado olvido de Marlon Brando en Último tango en París, cuando se resistía a contarle a Maria Schneider quién era, cómo se llamaba, cuál era su oficio, su número de serie.
Película fresca, profunda, divertida, exquisita, la que Miguel Ángel Lamata firma con trazo limpio, luminoso, enternecedor, amparándose en una imagen impecable y en esos diálogos, marca de la casa, que construyen caracteres con la fuerza de la palabra, sin acelerar la acción ni tirar la casa por la ventana con efectos especiales. Sensibilidad y talento compartido y aportado por otras claves maestras de Nuestros amantes: la producción de Vanessa Montfort, la música de Enrique Bunbury y Roque Baños, más el telón de fondo de una encantadora Zaragoza y los bellos paisajes de Huesca y de un Teruel que aporta, además, el corazón de sus Amantes.
Simplemente, cine.
Lamata
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Publicado el 23 de junio del 2016
El 'hitchbook'
El libro de Truffaut sobre Hithcock, siendo documental, se eleva a doctrina.
¿Por qué razón la señora Danvers (Judith Anderson) no se movía jamás en Rebeca? ¿Por qué aparecía siempre en escena súbita, tenebrosamente, oscura esfinge hierática amenazando en la penumbra de las habitaciones de Manderley a la pobre Joan Fontaine? Alfred Hitchcock, director de la película, lo explicaba así: el terror de la protagonista (y del público) aumentaba debido al misterioso hecho de que la heroína jamás supiera dónde se encontraba el ama de llaves. “Ver andar a la señora Danvers la habría humanizado”, razonaba el director.
Esta confesión, y otras muchas de mayor calado, las fue desgranando el ya entonces consagrado Hitchcock a un joven François Truffaut que acababa de estrenar Jules et Jim y seguía colaborando como crítico con Cahiers du Cinéma.
En 1962, en la Universal City, Truffaut consiguió sentar al maestro ante un magnetofón para plantearle un cuestionario crítico de varias horas de duración, con idea de ir abordando y analizando toda su carrera. El material resultó extraordinario y Truffaut, entre proyecto y proyecto, entre viaje y viaje, emplearía otros cuatro años para elaborar su hitchbook, completando y matizando en sucesivas adiciones y correcciones las respuestas del mago del suspense. Sobre, en primer lugar, el cine (algo muy diferente, ironizaba Hitchcock, a tantas y presuntas películas que se limitan a encadenar “fotografías con gente que habla”); sobre argumentos y tramas, guiones y escenografías, envoltorios e interiores de personajes, diálogos (“en cine solo debe recurrirse al diálogo cuando no hay más remedio”), movimientos de cámara, efectos especiales y un largo etcétera de cuestiones relacionadas con el oficio de dirección de películas, al que el autor de Los pájaros dedicaría toda su vida.
Toda, sí. Desde que muy jovencito, en el Londres de 1920, entró a colaborar con una productora en calidad de montador de títulos y rótulos en cintas de cine mudo. Hitchcock sostenía que todo lo aprendió entonces y allí. “Las películas mudas son las formas más puras del cine”, confesó a Truffaut. El arte cinematográfico estaba en ellas, con excepción del sonido, pero la incorporación del séptimo arte al sonoro no justificaría, a su juicio, todos los futuros cambios.
Ambos genios reflexionaron también acerca de las diferencias entre suspense y sorpresa, y los recursos para acelerar el corazón del espectador, erizarle la piel y conmoverle en lo más profundo. Respecto a los géneros de intriga, a Hitchcock no le atraía la fórmula del whodunit porque, a su manera de ver, solo suscitaba curiosidad desprovista de emoción, ejerciendo, más que como locomotora, como mero crucigrama o puzle. “Las emociones son un ingrediente necesario al suspense”.
Una lección, no solo de cine, sino de literatura y guion, no en vano Hitchcock adaptó varias novelas. Y un libro, este hitchbook, que, siendo documental, se eleva a doctrina.
El 'hitchbook'
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Publicado el 29 de abril del 2016
El libro de Truffaut sobre Hithcock, siendo documental, se eleva a doctrina.
¿Por qué razón la señora Danvers (Judith Anderson) no se movía jamás en Rebeca? ¿Por qué aparecía siempre en escena súbita, tenebrosamente, oscura esfinge hierática amenazando en la penumbra de las habitaciones de Manderley a la pobre Joan Fontaine? Alfred Hitchcock, director de la película, lo explicaba así: el terror de la protagonista (y del público) aumentaba debido al misterioso hecho de que la heroína jamás supiera dónde se encontraba el ama de llaves. “Ver andar a la señora Danvers la habría humanizado”, razonaba el director.
Esta confesión, y otras muchas de mayor calado, las fue desgranando el ya entonces consagrado Hitchcock a un joven François Truffaut que acababa de estrenar Jules et Jim y seguía colaborando como crítico con Cahiers du Cinéma.
En 1962, en la Universal City, Truffaut consiguió sentar al maestro ante un magnetofón para plantearle un cuestionario crítico de varias horas de duración, con idea de ir abordando y analizando toda su carrera. El material resultó extraordinario y Truffaut, entre proyecto y proyecto, entre viaje y viaje, emplearía otros cuatro años para elaborar su hitchbook, completando y matizando en sucesivas adiciones y correcciones las respuestas del mago del suspense. Sobre, en primer lugar, el cine (algo muy diferente, ironizaba Hitchcock, a tantas y presuntas películas que se limitan a encadenar “fotografías con gente que habla”); sobre argumentos y tramas, guiones y escenografías, envoltorios e interiores de personajes, diálogos (“en cine solo debe recurrirse al diálogo cuando no hay más remedio”), movimientos de cámara, efectos especiales y un largo etcétera de cuestiones relacionadas con el oficio de dirección de películas, al que el autor de Los pájaros dedicaría toda su vida.
Toda, sí. Desde que muy jovencito, en el Londres de 1920, entró a colaborar con una productora en calidad de montador de títulos y rótulos en cintas de cine mudo. Hitchcock sostenía que todo lo aprendió entonces y allí. “Las películas mudas son las formas más puras del cine”, confesó a Truffaut. El arte cinematográfico estaba en ellas, con excepción del sonido, pero la incorporación del séptimo arte al sonoro no justificaría, a su juicio, todos los futuros cambios.
Ambos genios reflexionaron también acerca de las diferencias entre suspense y sorpresa, y los recursos para acelerar el corazón del espectador, erizarle la piel y conmoverle en lo más profundo. Respecto a los géneros de intriga, a Hitchcock no le atraía la fórmula del whodunit porque, a su manera de ver, solo suscitaba curiosidad desprovista de emoción, ejerciendo, más que como locomotora, como mero crucigrama o puzle. “Las emociones son un ingrediente necesario al suspense”.
Una lección, no solo de cine, sino de literatura y guion, no en vano Hitchcock adaptó varias novelas. Y un libro, este hitchbook, que, siendo documental, se eleva a doctrina.
El 'hitchbook'
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Publicado el 29 de abril del 2016
Dentro de África
Cuando escribió su libro Los sueños de mi padre, Barack Obama describió con una sola palabra las sensaciones que, veinte años antes de ser presidente de los Estados Unidos, tuvo al visitar por primera vez a su ancestral familia en suelo africano: paz. Durante su permanencia en Kogelo (Kenia) los días se sucedieron idénticos unos a otros, sin el menor cambio. “Todo era como había sido ayer, y podías recitar las vidas de quienes habían hecho las cosas que empleabas”, escribió Barack.
Durante las elecciones presidenciales de 2008, el periodista Alex Perry se alojó con Malik Obama, hermanastro de Barack y jefe del clan los Jor’Obama, en su choza del lago Victoria. Allí, sin comodidades, pero con televisión e Internet, vieron en directo, desde Washington, la toma de posesión de su ilustre pariente, el primer discurso de quien ya era el hombre más poderoso del mundo.
Finalizada la retransmisión, Perry acompañó a Malik al poblado para comprar cabras y degollar bueyes, comprobando con el correspondiente asombro que en solo dos generaciones la familia Obama había pasado de caminar descalza por tierras que cultivaban con sus manos a ocupar la Casa Blanca. Esa visión bidimensional del mundo que permitía a Malik vivir medio año en Nueva York, donde trabajaba como contable, y otro medio en Kenia, donde se ataviaba como un nativo para ejercer como jefe de clan, resulta clave, según Perry, para entender la nueva África.
Esta es solo una de las numerosas paradojas contenidas en La gran grieta (Ariel), un libro que es un ensayo, que es una crónica, manual de historia y novela de aventuras, todo junto, aunque no revuelto, e inspirado por la pasión que Perry ha sentido durante décadas hacia un continente, el africano, que ha llegado a conocer a base de recorrerlo de arriba abajo y de Este a Oeste, por sus ríos y desiertos, y por ese valle del Rift donde se meció la cuna de la humanidad, pero que en unos miles o decenas de miles de años partirá África en dos.
De la misma manera, sugiere Perry, hoy África ya lo está entre la tradición y la modernidad, el arco y el Kaláshnikov, las fauces de los grandes felinos y el fétido aliento de la corrupción.
Fiel al magisterio de Kapuscinsky, Perry se ha entrevistado con los poderosos señores de la guerra que dominan el tráfico de armas y cocaína en Guinea Bissau o con humildes pescadores de Lagos que sacan adelante familias de diez hijos.
Dictadores, misioneros, yihadistas, cazadores, representantes de las organizaciones no gubernamentales o personajes que, como George Clooney, aportan su granito de arena en ayudar a etiopes, somalíes o sudaneses desfilan por este volumen torrencial como un diluvio tropical, y que se lee tan embebidamente como el agua caída del cielo se filtra por las praderas de Masai Mara.
África, el futuro.
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Publicado el 29 de abril del 2016
Cuando escribió su libro Los sueños de mi padre, Barack Obama describió con una sola palabra las sensaciones que, veinte años antes de ser presidente de los Estados Unidos, tuvo al visitar por primera vez a su ancestral familia en suelo africano: paz. Durante su permanencia en Kogelo (Kenia) los días se sucedieron idénticos unos a otros, sin el menor cambio. “Todo era como había sido ayer, y podías recitar las vidas de quienes habían hecho las cosas que empleabas”, escribió Barack.
Durante las elecciones presidenciales de 2008, el periodista Alex Perry se alojó con Malik Obama, hermanastro de Barack y jefe del clan los Jor’Obama, en su choza del lago Victoria. Allí, sin comodidades, pero con televisión e Internet, vieron en directo, desde Washington, la toma de posesión de su ilustre pariente, el primer discurso de quien ya era el hombre más poderoso del mundo.
Finalizada la retransmisión, Perry acompañó a Malik al poblado para comprar cabras y degollar bueyes, comprobando con el correspondiente asombro que en solo dos generaciones la familia Obama había pasado de caminar descalza por tierras que cultivaban con sus manos a ocupar la Casa Blanca. Esa visión bidimensional del mundo que permitía a Malik vivir medio año en Nueva York, donde trabajaba como contable, y otro medio en Kenia, donde se ataviaba como un nativo para ejercer como jefe de clan, resulta clave, según Perry, para entender la nueva África.
Esta es solo una de las numerosas paradojas contenidas en La gran grieta (Ariel), un libro que es un ensayo, que es una crónica, manual de historia y novela de aventuras, todo junto, aunque no revuelto, e inspirado por la pasión que Perry ha sentido durante décadas hacia un continente, el africano, que ha llegado a conocer a base de recorrerlo de arriba abajo y de Este a Oeste, por sus ríos y desiertos, y por ese valle del Rift donde se meció la cuna de la humanidad, pero que en unos miles o decenas de miles de años partirá África en dos.
De la misma manera, sugiere Perry, hoy África ya lo está entre la tradición y la modernidad, el arco y el Kaláshnikov, las fauces de los grandes felinos y el fétido aliento de la corrupción.
Fiel al magisterio de Kapuscinsky, Perry se ha entrevistado con los poderosos señores de la guerra que dominan el tráfico de armas y cocaína en Guinea Bissau o con humildes pescadores de Lagos que sacan adelante familias de diez hijos.
Dictadores, misioneros, yihadistas, cazadores, representantes de las organizaciones no gubernamentales o personajes que, como George Clooney, aportan su granito de arena en ayudar a etiopes, somalíes o sudaneses desfilan por este volumen torrencial como un diluvio tropical, y que se lee tan embebidamente como el agua caída del cielo se filtra por las praderas de Masai Mara.
África, el futuro.
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Publicado el 29 de abril del 2016
Viola
El palacio de Sástago, sede de la Diputación Provincial de Zaragoza, alberga hasta el mes de mayo una retrospectiva (1935-1985) del pintor aragonés Manuel Viola.
Comisariada por Javier Lacruz, ofrece una panorámica muy completa del devenir de este extraordinario artista, desde su formación en Zaragoza y Lérida, con influencia de Lamolla y Cristòfol, sobre todo, y su todavía juvenil aproximación al art brut de Dubuffet a su casi póstumo homenaje a Bocklin en una nueva versión de La isla de los muertos, sin olvidar su fecundo transcurrir por el grupo El Paso, junto a Feito, Canogar, Juana Francés, Miralles, Antonio Saura...
Además de las influencias surrealistas y goyescas, de Dalí y las Pinturas Negras hubo desde el principio algo único y conmovedor en la pintura de Viola. Algo que seguramente tuvo que ver con la incógnita de las estrellas negras, las rocas blancas, los seres en construcción, en tránsito, como si, sorprendidos durante la íntima pugna de sus fuerzas creadoras, e inmortalizados en una de esas relampagueantes instantáneas de su ígneo existir por el mágico tiempo del arte, no supiéramos si iban o no a sobrevivir, ni en qué forma lo harían, si como cuerpos celestes, como inhumanas pasiones, como extrañas flores en planetarios invernaderos o como fragmentos espirituales, dolientes trozos de almas condenados a vagar eternamente por el éter.
Los violas que aquí, en el palacio de Sástago, en sus pequeños y grandes formatos, en sus iniciales búsquedas y en sus adultas conquistas vemos son como “grecos sin caballeros” (perteneciendo esta metáfora al propio Viola), como altares sin santos, procesiones sin pasos, pecados sin penitencias, súbitos incendios, fuegos sin causa, magma y brillo, de modo que, al concluir las visiones, quede solo el fulgor, la explosión, el minuto seminal en que tales universos, imágenes o seres se formaron en la mente del artista. Sin que en absoluto pueda descartarse una interpretación regresiva, la de que tales cuerpos, en lugar de integrarse, se estuvieran disgregando en busca de su propia salvación, como si el error fuera el orden y la salvación el caos.
PublicidadLa vida caótica y aventurera de Viola, su pasado de guerrillero, torero, maqui, bohemio y viajero, su feliz relación con la existencia, su tremenda alegría de vivir no fue a menudo la mejor táctica para pasar a una posteridad que gusta de artistas herméticos –cuando no hoscos, ceñudos, torvos y a menudo mortalmente aburridos–. Pero fue sin duda ese vitalismo y su caudal de ilusión el que impulsaría su carrera en todo momento, proporcionándole la energía suficiente, la fuerza y las alas para crear cuadros como La saeta, Insomnio, Homenaje a Unamuno (otro de sus referentes), Voz Negra, Rebolera o Moncayo. Un artista-luz, desde lo oscuro.
Comenta en: http://www.tiempodehoy.com/cultura/viola
Publicado el 04 de abril del 2016
El palacio de Sástago, sede de la Diputación Provincial de Zaragoza, alberga hasta el mes de mayo una retrospectiva (1935-1985) del pintor aragonés Manuel Viola.
Comisariada por Javier Lacruz, ofrece una panorámica muy completa del devenir de este extraordinario artista, desde su formación en Zaragoza y Lérida, con influencia de Lamolla y Cristòfol, sobre todo, y su todavía juvenil aproximación al art brut de Dubuffet a su casi póstumo homenaje a Bocklin en una nueva versión de La isla de los muertos, sin olvidar su fecundo transcurrir por el grupo El Paso, junto a Feito, Canogar, Juana Francés, Miralles, Antonio Saura...
Además de las influencias surrealistas y goyescas, de Dalí y las Pinturas Negras hubo desde el principio algo único y conmovedor en la pintura de Viola. Algo que seguramente tuvo que ver con la incógnita de las estrellas negras, las rocas blancas, los seres en construcción, en tránsito, como si, sorprendidos durante la íntima pugna de sus fuerzas creadoras, e inmortalizados en una de esas relampagueantes instantáneas de su ígneo existir por el mágico tiempo del arte, no supiéramos si iban o no a sobrevivir, ni en qué forma lo harían, si como cuerpos celestes, como inhumanas pasiones, como extrañas flores en planetarios invernaderos o como fragmentos espirituales, dolientes trozos de almas condenados a vagar eternamente por el éter.
Los violas que aquí, en el palacio de Sástago, en sus pequeños y grandes formatos, en sus iniciales búsquedas y en sus adultas conquistas vemos son como “grecos sin caballeros” (perteneciendo esta metáfora al propio Viola), como altares sin santos, procesiones sin pasos, pecados sin penitencias, súbitos incendios, fuegos sin causa, magma y brillo, de modo que, al concluir las visiones, quede solo el fulgor, la explosión, el minuto seminal en que tales universos, imágenes o seres se formaron en la mente del artista. Sin que en absoluto pueda descartarse una interpretación regresiva, la de que tales cuerpos, en lugar de integrarse, se estuvieran disgregando en busca de su propia salvación, como si el error fuera el orden y la salvación el caos.
PublicidadLa vida caótica y aventurera de Viola, su pasado de guerrillero, torero, maqui, bohemio y viajero, su feliz relación con la existencia, su tremenda alegría de vivir no fue a menudo la mejor táctica para pasar a una posteridad que gusta de artistas herméticos –cuando no hoscos, ceñudos, torvos y a menudo mortalmente aburridos–. Pero fue sin duda ese vitalismo y su caudal de ilusión el que impulsaría su carrera en todo momento, proporcionándole la energía suficiente, la fuerza y las alas para crear cuadros como La saeta, Insomnio, Homenaje a Unamuno (otro de sus referentes), Voz Negra, Rebolera o Moncayo. Un artista-luz, desde lo oscuro.
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Publicado el 04 de abril del 2016
Greene íntimo
Durante sus estancias en Haití, Greene se documentó para escribir su mejor novela.
De Graham Greene sabíamos muchas cosas, pero no tantas como Yvonne Cloetta. Haber vivido treinta años con el autor de Nuestro hombre en La Habana le faculta para opinar con conocimiento de causa sobre alguien siempre a medio construir, pero artista integral, cuyas causas fueron la literatura y una particular guerra contra la injusticia y sordidez del mundo. De esos terceros mundos en África y Latinoamérica que tan bien captó el novelista en sus épocas de diplomático y agente de inteligencia.
Graham conoció a Yvonne en Camerún, estando casada, y la cortejó hasta obtener su amor, no sin resistencias por parte de la novia. En especial, cuando, en pleno romance, a él no se le ocurrió otra cosa que invitarla a un burdel de París. Penumbras, contradicciones, perversiones, iluminaciones, grandezas y miserias que estuvieron presentes en la personalidad del escritor a lo largo de toda su carrera.
En parte, su temprano acercamiento y su larga pasión hacia la literatura le sirvió para exorcizar sus miedos, rencores, desconfianzas, soledades, y para proyectar lo bueno que llevaba dentro, su estilo literario, su penetración psicológica, su sentido de la decencia y de la solidaridad con los pueblos oprimidos, por los que hizo, sin el menor alarde, constantes sacrificios. Un alto cargo de Puerto Príncipe llegaría a reconocerle: “Gracias a su ayuda, Mr. Greene, ya nadie confunde Haití con Tahití”.
PublicidadDurante sus estancias en Haití, Greene se había documentado para escribir una de sus mejores novelas, Los comediantes, sobre la tiranía de los Duvalier y sus temibles “tonton macoutes”. Esa misma práctica, la de empaparse sobre el terreno, le sirvió para trabajar a fondo escenarios como Panamá, Viena o Cuba. En La Habana, Fidel Castro y Gabriel García Márquez le preguntaron si era cierto que más de una vez había jugado a la ruleta rusa, y tuvo que reconocer que sí. Otras muchas anécdotas se desgranan en Mi vida con Graham Greene, de Yvonne Cloetta, volumen recientemente publicado por Circe, con fotografías íntimas de la pareja, en el que la última y más duradera compañera del escritor mantiene una intensa e interesante conversación con Marie-Françoise Allain.
Muy interesantes son las observaciones que Yvonne iba anotando en su carnet rouge. Graham le confesaba aspectos de sus novelas, cómo concebir los personajes, la acción y el ritmo (“las palabras son a menudo una forma de huir de la acción, en lugar de un preludio a la acción”). Siempre entre el día y la noche, entre la exaltación del alma y el poder de las tinieblas, siempre a cuestas con esa paradójica, deliciosa, británica ambigüedad que le llevó a afirmar: “El escritor debe estar preparado para cambiar de bando porque habla en nombre de las víctimas, y las víctimas varían”.
O este más sincero adagio: “No soy ningún genio. Tan solo un artesano”.
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Publicado el 07 de marzo del 2016
Durante sus estancias en Haití, Greene se documentó para escribir su mejor novela.
De Graham Greene sabíamos muchas cosas, pero no tantas como Yvonne Cloetta. Haber vivido treinta años con el autor de Nuestro hombre en La Habana le faculta para opinar con conocimiento de causa sobre alguien siempre a medio construir, pero artista integral, cuyas causas fueron la literatura y una particular guerra contra la injusticia y sordidez del mundo. De esos terceros mundos en África y Latinoamérica que tan bien captó el novelista en sus épocas de diplomático y agente de inteligencia.
Graham conoció a Yvonne en Camerún, estando casada, y la cortejó hasta obtener su amor, no sin resistencias por parte de la novia. En especial, cuando, en pleno romance, a él no se le ocurrió otra cosa que invitarla a un burdel de París. Penumbras, contradicciones, perversiones, iluminaciones, grandezas y miserias que estuvieron presentes en la personalidad del escritor a lo largo de toda su carrera.
En parte, su temprano acercamiento y su larga pasión hacia la literatura le sirvió para exorcizar sus miedos, rencores, desconfianzas, soledades, y para proyectar lo bueno que llevaba dentro, su estilo literario, su penetración psicológica, su sentido de la decencia y de la solidaridad con los pueblos oprimidos, por los que hizo, sin el menor alarde, constantes sacrificios. Un alto cargo de Puerto Príncipe llegaría a reconocerle: “Gracias a su ayuda, Mr. Greene, ya nadie confunde Haití con Tahití”.
PublicidadDurante sus estancias en Haití, Greene se había documentado para escribir una de sus mejores novelas, Los comediantes, sobre la tiranía de los Duvalier y sus temibles “tonton macoutes”. Esa misma práctica, la de empaparse sobre el terreno, le sirvió para trabajar a fondo escenarios como Panamá, Viena o Cuba. En La Habana, Fidel Castro y Gabriel García Márquez le preguntaron si era cierto que más de una vez había jugado a la ruleta rusa, y tuvo que reconocer que sí. Otras muchas anécdotas se desgranan en Mi vida con Graham Greene, de Yvonne Cloetta, volumen recientemente publicado por Circe, con fotografías íntimas de la pareja, en el que la última y más duradera compañera del escritor mantiene una intensa e interesante conversación con Marie-Françoise Allain.
Muy interesantes son las observaciones que Yvonne iba anotando en su carnet rouge. Graham le confesaba aspectos de sus novelas, cómo concebir los personajes, la acción y el ritmo (“las palabras son a menudo una forma de huir de la acción, en lugar de un preludio a la acción”). Siempre entre el día y la noche, entre la exaltación del alma y el poder de las tinieblas, siempre a cuestas con esa paradójica, deliciosa, británica ambigüedad que le llevó a afirmar: “El escritor debe estar preparado para cambiar de bando porque habla en nombre de las víctimas, y las víctimas varían”.
O este más sincero adagio: “No soy ningún genio. Tan solo un artesano”.
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Publicado el 07 de marzo del 2016
La monja enamorada
Libros del Zorro Rojo ha presentado una nueva edición de las míticas misivas de Mariana Alcoforado, Cartas de una monja portuguesa, icono de la literatura del siglo XVII y precedente del movimiento romántico que estallaría un siglo después.
La nueva edición respeta la traducción de Enrique Badosa para El Acantilado y viene enriquecida por ilustraciones de Milo Manara en las que el erotismo y la religión descubren nuevos éxtasis, fronteras de pasión con rosas y espinas ciertamente revolucionarias para la época, literarias trincheras entre la poesía, la trascendencia, el misticismo, el deseo y el drama. Se agrega un epílogo de Rainer Maria Rilke, pagano sacerdote de la misa poética, en el que el siempre inspirado artista rinde tributo a la iluminación epistolar de la hermana Alcoforado.
Todo empezó cuando esta, que a los 16 años había ingresado como novicia en el convento de Nossa Senhora de Conceiçao, en Beja, al sur de Portugal, vio, a través de las celosías de su clausura, la gallarda imagen de un oficial francés realizando ejercicios ecuestres en el vecino patio de armas. El flechazo fue mutuo. Hubo tal vez una cita amorosa, encuentro propiciado, defiende la leyenda, por Baltasar, hermano de la religiosa. Pero Noëll Bouton de Chamilly, que así se llamaba el galán, tuvo que partir con su escuadrón a una nueva contienda bélica, del Portugal en armas contra los Habsburgo a las guerras de Flandes, y no regresó a Beja, jamás volvió a ver a Mariana.
PublicidadSu amada, o amante, despechada y enajenada por la nostalgia de la pasión, empuñó la pluma para redactar cinco prodigiosas cartas de amor, apenas una treintena de páginas, que le sirvieron para desahogarse y transcurrir a la historia de la literatura. Gloria que le disputa el diplomático Gabriel Joseph de Lavergne, quien, según muchos estudiosos, es el verdadero autor de las cartas. Otros se siguen inclinando por la tradicional autoría de la monja portuguesa.
En sus epístolas a Noëll, originalmente escritas en francés, el lenguaje amoroso de Mariana alcanzó una alta cumbre combinando la belleza formal con una riqueza de sentimientos de tal variedad y profundidad que nos transporta a un cielo de alegría y sufrimiento, como una estrella herida por el fuego cósmico, como el canto de un pájaro apresado en una jaula de la que no querría salir, pero tampoco permanecer solo. Ese lamento interior, esa voz sublime revela que, desde el punto de vista de la conciencia, la modernidad existía ya en el plano de la voluntad y del instinto, y en la independencia de las mujeres que consiguieron liberarse de Dios y del hombre. “Es necesario que os deje y no piense más en vos –escribió Mariana a Noëll en su última carta–. Incluso creo que ya no volveré a escribiros. ¿Acaso estoy obligada a daros cuenta de todos mis sentimientos?”
No, porque ya era libre.
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Publicado el 05 de febrero del 2016
Libros del Zorro Rojo ha presentado una nueva edición de las míticas misivas de Mariana Alcoforado, Cartas de una monja portuguesa, icono de la literatura del siglo XVII y precedente del movimiento romántico que estallaría un siglo después.
La nueva edición respeta la traducción de Enrique Badosa para El Acantilado y viene enriquecida por ilustraciones de Milo Manara en las que el erotismo y la religión descubren nuevos éxtasis, fronteras de pasión con rosas y espinas ciertamente revolucionarias para la época, literarias trincheras entre la poesía, la trascendencia, el misticismo, el deseo y el drama. Se agrega un epílogo de Rainer Maria Rilke, pagano sacerdote de la misa poética, en el que el siempre inspirado artista rinde tributo a la iluminación epistolar de la hermana Alcoforado.
Todo empezó cuando esta, que a los 16 años había ingresado como novicia en el convento de Nossa Senhora de Conceiçao, en Beja, al sur de Portugal, vio, a través de las celosías de su clausura, la gallarda imagen de un oficial francés realizando ejercicios ecuestres en el vecino patio de armas. El flechazo fue mutuo. Hubo tal vez una cita amorosa, encuentro propiciado, defiende la leyenda, por Baltasar, hermano de la religiosa. Pero Noëll Bouton de Chamilly, que así se llamaba el galán, tuvo que partir con su escuadrón a una nueva contienda bélica, del Portugal en armas contra los Habsburgo a las guerras de Flandes, y no regresó a Beja, jamás volvió a ver a Mariana.
PublicidadSu amada, o amante, despechada y enajenada por la nostalgia de la pasión, empuñó la pluma para redactar cinco prodigiosas cartas de amor, apenas una treintena de páginas, que le sirvieron para desahogarse y transcurrir a la historia de la literatura. Gloria que le disputa el diplomático Gabriel Joseph de Lavergne, quien, según muchos estudiosos, es el verdadero autor de las cartas. Otros se siguen inclinando por la tradicional autoría de la monja portuguesa.
En sus epístolas a Noëll, originalmente escritas en francés, el lenguaje amoroso de Mariana alcanzó una alta cumbre combinando la belleza formal con una riqueza de sentimientos de tal variedad y profundidad que nos transporta a un cielo de alegría y sufrimiento, como una estrella herida por el fuego cósmico, como el canto de un pájaro apresado en una jaula de la que no querría salir, pero tampoco permanecer solo. Ese lamento interior, esa voz sublime revela que, desde el punto de vista de la conciencia, la modernidad existía ya en el plano de la voluntad y del instinto, y en la independencia de las mujeres que consiguieron liberarse de Dios y del hombre. “Es necesario que os deje y no piense más en vos –escribió Mariana a Noëll en su última carta–. Incluso creo que ya no volveré a escribiros. ¿Acaso estoy obligada a daros cuenta de todos mis sentimientos?”
No, porque ya era libre.
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Publicado el 05 de febrero del 2016
Vázquez-Figueroa o la aventura
Hace muchos años, cuando comenzaba a escribir y tenía problemas con el ritmo narrativo, la editora y crítica María José Caldente y me aconsejó: “Deberías leer a Ken Follett y a Alberto Vázquez Figueroa”. Lo hice y, aparcando momentáneamente a mis tóxicos, entre otros opiáceos, Lawrence Durrell y Juan Carlos Onetti, hablé asimismo con Larry Collins y Noah Gordon. No me arrepentí. Mis excesos barrocos no quedaron atrás, pero cogí distancia, resistencia, velocidad de crucero y perdí el miedo a las bruscas transiciones espaciales o temporales, típicas de los maestros del best seller.
Hace pocos días, de la mano de su editora, Carmen Romero (Ediciones B), tuve ocasión de visitar a Alberto Vázquez Figueroa en su domicilio madrileño, un hermoso ático con vistas sobre el Palacio Real, para comunicarle que el festival Aragón Negro le ha concedido su premio de honor por el conjunto de su trayectoria. En las dos anteriores ediciones fueron galardonados Petros Márkaris y Anne Perry. Tocaba un nacional, y quién mejor que el maestro de la novela de aventuras.
Un autor tan prolífico, variado y, desde luego, tan español como Vázquez Figueroa, que ha vendido 25 millones de ejemplares, que es, sin duda, nuestro novelista más leído del siglo XX, no necesita otros premios que el masivo reconocimiento de los lectores que ya tiene, pero no está de más felicitarle por haber escrito y vivido tanto, confundiendo literatura y vida, acción y descripción, reflexión y crónica en un fresco novelesco que abarca todos los subgéneros del relato de aventuras, disciplina en la que no ha tenido rival, con múltiples incursiones en la ciencia-ficción (Medusa), la novela negra (Sicario), el thriller (Coltán) y la novela histórica (Centauros), sin olvidar la social (Hambre).
Encontré a Vázquez Figueroa en plena forma, terminando su último libro, que será automáticamente traducido a numerosas lenguas y, en su faceta de inventor, diseñando un nuevo artilugio para colaborar en los rescates marítimos y espantar a los tiburones de las costas. En su estudio/santuario hay fotos de su infancia y adolescencia en su Canarias natal. Con los tuaregs, con los que se crió, y también con esa otra tribu de los corresponsales de guerra porque, además de cubrir noticias, Alberto abasteció con el periodismo de riesgo esa necesidad suya tan íntima de acción y conocimiento, narración y viaje. Hay fotos de aquel bizarro submarinista que con la tripulación de Cousteau descendió al fondo de cenotes y océanos, y flashes en Cannes, en la alfombra roja, como productor de cine, con Omar Sharif, Michael York o Jacqueline Bisset.
No sé cuánto tiempo estuve con él porque junto a Vázquez Figueroa, que es un gran narrador oral, y tiene algo de chamán, las horas transcurren tan rápida y gustosamente como se leen sus novelas.
Comenta en: http://www.tiempodehoy.com/cultura/vazquez-figueroa-o-la-aventura
Publicado el 08 de enero del 2016
Hace muchos años, cuando comenzaba a escribir y tenía problemas con el ritmo narrativo, la editora y crítica María José Caldente y me aconsejó: “Deberías leer a Ken Follett y a Alberto Vázquez Figueroa”. Lo hice y, aparcando momentáneamente a mis tóxicos, entre otros opiáceos, Lawrence Durrell y Juan Carlos Onetti, hablé asimismo con Larry Collins y Noah Gordon. No me arrepentí. Mis excesos barrocos no quedaron atrás, pero cogí distancia, resistencia, velocidad de crucero y perdí el miedo a las bruscas transiciones espaciales o temporales, típicas de los maestros del best seller.
Hace pocos días, de la mano de su editora, Carmen Romero (Ediciones B), tuve ocasión de visitar a Alberto Vázquez Figueroa en su domicilio madrileño, un hermoso ático con vistas sobre el Palacio Real, para comunicarle que el festival Aragón Negro le ha concedido su premio de honor por el conjunto de su trayectoria. En las dos anteriores ediciones fueron galardonados Petros Márkaris y Anne Perry. Tocaba un nacional, y quién mejor que el maestro de la novela de aventuras.
Un autor tan prolífico, variado y, desde luego, tan español como Vázquez Figueroa, que ha vendido 25 millones de ejemplares, que es, sin duda, nuestro novelista más leído del siglo XX, no necesita otros premios que el masivo reconocimiento de los lectores que ya tiene, pero no está de más felicitarle por haber escrito y vivido tanto, confundiendo literatura y vida, acción y descripción, reflexión y crónica en un fresco novelesco que abarca todos los subgéneros del relato de aventuras, disciplina en la que no ha tenido rival, con múltiples incursiones en la ciencia-ficción (Medusa), la novela negra (Sicario), el thriller (Coltán) y la novela histórica (Centauros), sin olvidar la social (Hambre).
Encontré a Vázquez Figueroa en plena forma, terminando su último libro, que será automáticamente traducido a numerosas lenguas y, en su faceta de inventor, diseñando un nuevo artilugio para colaborar en los rescates marítimos y espantar a los tiburones de las costas. En su estudio/santuario hay fotos de su infancia y adolescencia en su Canarias natal. Con los tuaregs, con los que se crió, y también con esa otra tribu de los corresponsales de guerra porque, además de cubrir noticias, Alberto abasteció con el periodismo de riesgo esa necesidad suya tan íntima de acción y conocimiento, narración y viaje. Hay fotos de aquel bizarro submarinista que con la tripulación de Cousteau descendió al fondo de cenotes y océanos, y flashes en Cannes, en la alfombra roja, como productor de cine, con Omar Sharif, Michael York o Jacqueline Bisset.
No sé cuánto tiempo estuve con él porque junto a Vázquez Figueroa, que es un gran narrador oral, y tiene algo de chamán, las horas transcurren tan rápida y gustosamente como se leen sus novelas.
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Publicado el 08 de enero del 2016